11

La sepultura continuaba allí, delante de ellos.

—Hemos vuelto a la tumba —murmuró Sally, de pie junto a Adam, cogida a su mano.

—Ha sucedido algo más —susurró Adam.

Tenía razón. Toda la razón. El cielo no estaba completamente oscuro, sino bañado por un pálido fulgor rojizo, como si la titilante luz de la torre de Ann Templeton hubiese cubierto todo el horizonte.

Los árboles se veían ahora más siniestros, sus ramas desnudas parecían aguardar la oportunidad de herir a quien se atreviera a pasar a su lado. Alrededor de los dos amigos las tumbas estaban derribadas y rotas, cubiertas de polvo y telarañas. Muchas de ellas habían sido abiertas, como si los cuerpos que habían protegido hubiesen escarbado para escapar.

Adam se estremeció al ver la cantidad de ataúdes destrozados y abiertos diseminados por todo el cementerio.

A lo lejos, provenientes del castillo, escucharon gritos… unos gritos terribles… como lamentos de condenados.

—¡Tenemos que irnos de aquí! —gritó Sally—. Regresemos.

—¿Y qué pasa con Watch? —preguntó Adam.

—Si está allí, ya es demasiado tarde. Tú y yo no podemos liberarle —dijo Sally, asiéndose desesperadamente a la mano de Adam en el momento en que se alzaba otro espantoso alarido—. ¡Rápido, vámonos de aquí! ¡Vámonos enseguida, antes de que algún muerto nos devore!

Una vez más se acercaron a la sepultura caminando de espaldas. Sin embargo, en esta ocasión chocaron contra el mármol. Ya no era una puerta hacia otra dimensión.

Estaban atrapados.

—¿Y qué pasa ahora? —gimió Sally.

—No funciona —dijo Adam.

—Ya sé que no funciona, pero… ¿por qué no?

—No lo sé. Acabo de llegar de Kansas City, ¿recuerdas?

Un nuevo grito procedente del castillo resonó en aquel mundo sobrenatural.

Un poco más lejos, a la izquierda de donde se hallaban, en una esquina del cementerio, algo se agitó bajo las piedras, desparramando la tierra y las hojas muertas. Tal vez se tratara de otro cadáver que cavaba desesperadamente una salida hacia la superficie. Pero Adam y Sally no se quedaron allí para comprobarlo.

—¡Larguémonos de aquí! —gritó Sally.

Corrieron hasta la entrada del cementerio, que ahora no era más que un montón de hierros oxidados. Cuando salían del camposanto vieron el mar, abajo y muy, muy lejos.

No daba la impresión de estar compuesto por agua.

El océano refulgía con un espeluznante color verde, como si se tratara de alguna especie de líquido que rezumara algún ingenio radiactivo.

Una niebla misteriosa pendía sobre el océano formando remolinos.

Incluso desde aquella distancia, Adam creyó ver algunas extrañas formas moviéndose bajo la superficie. Hambrientas criaturas acuáticas, pensó con un estremecimiento.

Él y Sally se detuvieron un instante para recobrar el aliento.

—Esto es peor que En los límites de la realidad —murmuró Adam, mirando a su alrededor.

—Quiero ir a mi casa —dijo Sally.

—¿Estás segura? —preguntó Adam—. ¿Qué encontraremos? Recuerdas que hemos pasado a otra dimensión.

Sally asintió. No lo había pensado. Adam tenía razón.

—Tal vez encontraremos una horripilante versión de nosotros mismos —apuntó Sally.

Era una idea aterradora.

—¿Tú crees?

—En este lugar todo es posible —dijo Sally con tono sombrío.

Un nuevo grito resonó en el castillo. Era un lamento espantoso, como si una pobre alma hubiese sido arrojada dentro de un caldero de agua hirviendo.

Sally tiró con fuerza de la mano de Adam y dijo, con el mismo tono lúgubre:

—A pesar de todo, prefiero ir allí antes que quedarme en este espantoso sitio.

—Yo también —afirmó Adam.

Y así, se encaminaron hacia sus casas. Sin embargo, era como si no hubiese camino alguno a través de las calles de Fantasville. En realidad, ni siquiera anduvieron por las aceras, sino que marcharon a la carrera saltando de arbusto en arbusto, de árbol en árbol, para evitar que alguien, o algo, los descubriera. Pero no vieron a nadie, al menos… no con absoluta claridad. Sin embargo, a la vuelta de cada esquina tenían la impresión de que durante una fracción de segundo captaban la figura huidiza de alguien que se escabullía con rapidez o, incluso, la sombra de algo que los perseguía furtivamente.

—Este sitio parece haber sufrido una guerra —susurró Sally en el oído de su amigo.

Adam asintió.

—Una guerra contra las fuerzas del mal.

Las casas estaban en ruinas. Muchas de ellas habían sido quemadas hasta los cimientos. Un humo acre ascendía de las cenizas, mezclándose con la niebla procedente del océano verde.

La mayoría de las casas o, mejor dicho, lo que quedaba de ellas, al igual que las sepulturas, estaban cubiertas de telarañas.

¿Qué había ahuyentado a la gente?, se preguntó Adam. ¿Y qué seres habría ahora en su lugar?

Formas oscuras se recortaban en el inquietante cielo rojizo. Murciélagos del tamaño de caballos chillaban mientras volaban en círculos buscando algún bocado vivo que llevarse a las fauces.

Dándose ánimos mutuamente, Sally y Adam se apresuraron por regresar a sus casas.

Primero se dirigieron hacia la de Sally… quizá fue un error.

Un árbol enorme, que ella ni siquiera recordaba que existiera en el mundo real, había hundido el techo de la casa.

Buscaron afanosamente entre las ruinas, pero no pudieron hallar la menor señal de sus padres.

—A lo mejor se han marchado —sugirió Sally.

—Sí, pero a lo peor ni siquiera los reconocerías —dijo Adam.

Sally se estremeció.

—¿Todavía quieres ir a tu casa, Adam?

—No sé qué otra cosa podemos hacer. Estamos atrapados en este sitio, quizá para siempre.

—No digas eso. Ni siquiera lo pienses.

—Es la verdad.

—Muchas cosas tristes son verdad —sentenció Sally.