Al rato, Adam se sorprendió al ver que sus padres estaban encantados con Sally. Ni que decir tiene que la niña decidió comportarse de un modo prudente, se mostró muy correcta y, sobre todo, no hizo mención de su famosa crisis de identidad.
Sally no tuvo oportunidad de conocer a Claire, la hermana menor de Adam, de siete años, que se había quedado dormida sobre un colchón dispuesto en el suelo, en una de las habitaciones. Su padre todavía no había montado las camas; aunque, dado el modo en que renqueaba al andar, llevándose las manos a los riñones con expresión dolorida, como un viejecito cansado, daba la impresión de ser él mismo quien necesitara urgentemente una cama donde echarse a descansar.
Adam detectó un guiño cómplice en el rostro de su padre quien, a continuación, sugirió que él y Sally salieran a jugar. Había decidido que por ese día ya habían trabajado bastante.
Adam no supo muy bien qué había querido indicar su padre con aquel guiño travieso.
Lo que sí sabía era que Sally no le interesaba. Al menos, no para salir con ella.
No tenía el menor deseo de tener una novia antes de empezar el bachillerato.
Y como todavía faltaban tres meses para que el colegio abriera sus puertas, tenía todo el verano para ir a la caza de monstruos, brujas y demás.
A pesar de que no había creído una sola palabra de cuanto Sally le había explicado.
—Deja que te enseñe el pueblo —propuso ella mientras salían de la casa—. Pero no debes dejarte engañar por las apariencias. Este lugar parece normal, pero no lo es. Ni mucho menos. Tú créeme a mí y no hagas caso de lo que veas.
—¿A qué te refieres? —quiso saber él.
—Por ejemplo —le explicó Sally—, tal vez veas a una joven mamá paseando mientras empuja el cochecito de su bebé. Puede que te mire, te sonría y te salude. Puede parecerte muy real y su niñito quizá sea una preciosidad. Pero siempre existe la posibilidad de que esa joven mamá sea la responsable de la desaparición de Leslie Lotte y de que su precioso bebé sea un zombi.
—Creí que habías dicho que fue una nube la que devoró a tu amiga.
—Sí, claro, pero la pregunta es… ¿quién estaba dentro de la nube? ¿Eh? ¿Quién? Éste es el tipo de preguntas que debes hacerte mientras vamos por el pueblo.
Adam estaba comenzando a cansarse de las incesantes advertencias de Sally.
—Yo no creo en los zombis. Los zombis no existen. Y es un hecho, simplemente no existen.
Sally le dedicó una mirada de niña experimentada y sabia.
—No hay nada simple en Fantasville.
Springsville. —Adam se negaba a llamar al pueblo Fantasville— era muy pequeño. Edificado entre dos suaves cadenas de colinas, que lo limitaban por el norte y el sur, se abría al oeste sobre el océano. Al este, numerosos y escarpados cerros se recortaban en el horizonte. Adam se sintió más inclinado a pensar en ellos como montañas.
Naturalmente, según Sally, había muchos cuerpos enterrados en aquellos cerros.
La mayor parte del pueblo se había erigido en una ladera que moría en la orilla del mar. Cerca de la playa, en el extremo de un promontorio rocoso, se alzaba un gran faro que vigilaba las tumultuosas aguas azules, como deseoso de protagonizar las aventuras más arriesgadas.
Sally le explicó que tampoco las aguas que bañaban el pueblo eran seguras.
—Hay mucha resaca y corrientes submarinas muy traicioneras —dijo la niña—. Y también hay tiburones, grandes tiburones blancos. Sé de un chico que estaba en su tabla de surf a sólo treinta metros de la costa cuando un tiburón se acercó, saltó sobre él y de un mordisco le arrancó la pierna derecha. Así, sin más. Si no me crees puedes conocerle. Su nombre es David Green, pero le llamamos Spielberg, por lo de la película[2].
Al menos esta historia podía ser verdad, era verosímil.
—A mí no me gusta demasiado nadar en el mar —murmuró Adam.
Sally sacudió la cabeza.
—La verdad es que no hace falta que te metas en el agua para tener problemas. Con sólo que camines por la arena los cangrejos salen de repente para morderte —prosiguió Sally—. De todas formas, no tenemos que ir a la playa ahora si tú no quieres.
—Puede que otra vez —dijo Adam.
No obstante, enfilaron el camino que conducía a la playa. Sally quería enseñarle unos soportales próximos a la sala de cine que, según le explicó, era propiedad del dueño del establecimiento de pompas fúnebres del pueblo. Aparentemente, el hombre sólo proyectaba películas de terror. El cine y los soportales estaban situados muy cerca del embarcadero que, según la opinión de Sally, resultaba un sitio tan seguro como un volcán en erupción.
En el camino hacia el muelle pasaron por delante de un supermercado.
Aparcado delante de la gran tienda había un Corvette negro descapotable. Adam no era demasiado aficionado a los coches, pero el Corvette le gustaba. Parecía una nave espacial. Miró con atención el coche mientras pasaban a su lado, y durante unos momentos dejó de escuchar las divagaciones de Sally.
Como sucedía con la mayor parte de las edificaciones de Springsville, el aparcamiento del supermercado se había construido sobre una ladera. De pronto, Adam se sintió alarmado al ver que un carrito de la compra se había soltado de su sujeción, junto a las puertas del supermercado, y se deslizaba velozmente en dirección al coche. La sola idea de que aquel maravilloso Corvette pudiese sufrir algún daño le hizo estremecer, de modo que, sin pensarlo dos veces, echó a correr para detener el carrito.
Sally lanzó un grito.
—¡Adam! —gritó—. ¡No te acerques a ese coche!
Pero su advertencia llegó demasiado tarde. Adam consiguió detener el carrito unos pocos centímetros antes de que chocara contra la puerta del coche. Se sintió muy orgulloso, como si gracias a aquel contratiempo inesperado hubiese tenido la oportunidad de realizar su buena acción del día.
Observó que Sally permanecía inmóvil. Parecía temerosa de aproximarse al Corvette.
Adam se encogió de hombros y comenzó a empujar el carrito para dejarlo en su lugar. Mientras lo hacía, una voz dulce y misteriosa se oyó a sus espaldas.
—Gracias, Adam. Has realizado tu buena acción del día.
Se volvió y se encontró con la mujer más hermosa que hubiera visto jamás. Era alta, como la mayoría de los adultos, y lucía un cabello negro y largo que le caía en bucles sobre los hombros. Sus ojos eran oscuros y muy grandes, como hermosos espejos que sólo reflejaran la noche. Tenía el rostro pálido, tan blanco como el de una estatua, y sus labios brillaban rojos como la sangre. Vestía de blanco y en las manos llevaba un bolso muy pequeño del mismo color.
Adam calculó que debía rondar los veintitantos años, tal vez cerca de los treinta; aunque, en realidad, daba la impresión de no tener edad.
El día era caluroso y, sin embargo, ella llevaba guantes, tan rojos como sus labios.
La mujer se rió ante la expresión sorprendida de Adam.
—Te preguntas cómo es que conozco tu nombre —dijo ella—. ¿No es así, Adam?
Él asintió, incapaz de articular palabra. La mujer dio un paso hacia él.
—No son muchas las cosas que suceden en este pueblo sin que yo lo sepa —le explicó—. Has llegado hoy, ¿verdad?
Por fin, Adam consiguió recuperar el habla.
—Sí, se-señora —tartamudeó.
La hermosa mujer sonrió levemente antes de hablar de nuevo.
—Y dime, Adam… hasta ahora… ¿qué impresión te ha producido Fantasville?
—Pensaba que só-sólo los niños lla-llamaban Fantasville este pueblo —dijo sin dejar de tartamudear.
La mujer dio otro paso en su dirección.
—Hay algunas personas mayores que saben su verdadero nombre. Hoy conocerás a otra que también lo sabe y te dirá cosas que preferirías no saber, aunque, como es natural, eso lo tienes que decidir tú.
Luego, miró hacia su coche y a continuación observó el carrito que Adam aún sujetaba. Entonces sonrió ampliamente.
—Voy a darte un consejo porque tú me has hecho el favor de proteger mi coche. Has sido muy valiente, Adam.
—Gracias, señora.
Ella volvió a sonreír levemente mientras se quitaba los guantes.
—Tienes buenos modales. Y eso es algo muy raro entre los chicos de este pueblo… —Tras una pausa, agregó—: ¿Crees que ésa es una de las razones por las que tienen tantos… problemas?
La mujer clavó la mirada en Sally.
—Estoy segura de que tu amiga ya te habrá explicado cosas aterradoras de este pueblo. No te creas ni la mitad de lo que te diga. Aunque, desde luego, la otra mitad… quizás harías bien en creerla.
Hizo una pausa como si estuviera disfrutando de una broma muy divertida que sólo ella comprendiese; instantes después se volvió en dirección a Sally.
—Ven aquí, niña.
Sally obedeció, pero de mala gana, y se detuvo junto a Adam. Estaba tan cerca que él advirtió el estremecimiento que sacudía el cuerpo de su amiga.
La mujer la miró de arriba abajo y frunció el ceño.
—Yo no te gusto —dijo finalmente.
Sally tragó saliva antes de responder:
—Sólo estamos dando un paseo.
—Sólo estáis dando un paseo sí, pero también habéis estado hablando —dijo la mujer, señalando a Sally con un dedo acusador—. Debes vigilar lo que dices. Cada vez que pronuncias mi nombre, yo puedo oírlo con toda claridad. Y no lo olvido. ¿Me comprendes?
Sally continuaba temblando, pero una súbita obstinación endureció sus rasgos cuando replicó:
—Lo comprendo muy bien, gracias.
—Bien.
—¿Qué tal marchan las cosas en su castillo últimamente? ¿Hay corrientes heladas?
La mujer frunció el ceño todavía más y luego, inesperadamente, se echó a reír. De no haberle resultado tan fascinante, Adam habría observado que aquella risa helaba la sangre.
Aquella mujer lo tenía hechizado.
—Eres una niña insolente, Sally —dijo—. Y eso está bien. Yo también lo era de pequeña… hasta que aprendí la lección. —Luego miró a Adam y preguntó—: ¿Sabías que tengo un castillo?
—No, no lo sabía —respondió Adam.
Le gustaban los castillos, aunque nunca había visto uno, y mucho menos estado en su interior.
—¿Te gustaría visitarme en mi castillo algún día? —le preguntó la hermosa y extraña mujer.
—No —dijo Sally súbitamente.
Adam dirigió su mirada hacia la niña.
—Puedo contestar por mí mismo, si no te importa.
Sally sacudió la cabeza en un signo de decidida negación.
—Tú no sabes lo que dices. Los chicos que van allí…
—¿Qué…? ¿Qué les ocurre? —preguntó la mujer, interrumpiéndola de muy mal humor.
Sally no la miraba a ella, tenía los ojos fijos en Adam. Cuando volvió a hablar su tono no era ya tan decidido.
—No es una buena idea ir a su castillo —fue todo lo que dijo.
La mujer se acercó y acarició ligeramente el rostro de Adam. Sus dedos eran cálidos, suaves… no parecían peligrosos en absoluto. Así y todo, Adam se estremeció al contacto de su mano.
Los ojos de la mujer le miraban con tanta atención que parecían atravesarle, hasta alcanzar el centro mismo de su cerebro.
—Nada es como parece —dijo ella con voz tenue—. Nadie es sólo de una única manera. Cuando escuches historias acerca de mí, de labios de esta pequeñaja que te acompaña o quizá de otras personas, has de saber que sólo dicen parte de la verdad, verdades a medias.
—No lo comprendo —dijo Adam haciendo un esfuerzo para articular las palabras.
—Lo comprenderás muy pronto, créeme —dijo entonces la mujer, cuyas uñas largas y afiladas, rojas como la sangre, se movieron muy cerca de sus ojos, casi rozándole las pestañas—. Tienes unos ojos preciosos, Adam, te lo han dicho ya, ¿verdad? —Luego, echando una mirada a Sally, añadió—: Y tú una boca maravillosa.
—Lo sé —dijo Sally dedicándole una sonrisa deliberadamente falsa.
La mujer, emitió una suave risita y con paso calmo se dio la vuelta. Llegó hasta su coche, abrió la portezuela y dedicó una última mirada a los dos chicos.
—Os veré a los dos más tarde… en circunstancias muy diferentes.
Luego se introdujo en el coche, agitó la mano una sola vez en señal de despedida, y se alejó.
Sally estaba a punto de estallar de furia.
—¿Sabes quién era? —exclamó—. No —dijo Adam, tratando aún de recobrarse de la impresión producida por el encuentro con aquella mujer—. No me dijo su nombre.
—Era la señora Ann Templeton. Es la tataratataranieta de Madeline Templeton.
—¿Y quién era Madeline Templeton?
—La mujer que fundó este pueblo hace ya casi doscientos años. Una bruja… la bruja más grande que ha existido… La brujería es cosa de familia. La mujer que acabas de conocer es la más peligrosa criatura de Fantasville. Nadie sabe cuántos niños ha matado.
—Parecía muy amable.
—¡Adam! ¡Es una bruja! No hay brujas buenas excepto en El mago de Oz. Debes mantenerte alejado de esa mujer o acabarás siendo una de las ranas que croan en la charca que hay detrás del cementerio.
Adam estaba tan confundido que tuvo que agitar la cabeza para aclarar sus ideas. Era como si aquella mujer le hubiera lanzado un hechizo, un encantamiento, que le hiciera sentir un agradable hormigueo.
—¿Cómo sabía mi nombre? —preguntó Adam, con la voz convertida en un murmullo.
Sally se exasperó.
—¡Porque es una bruja! Tú es que no te enteras. Probablemente sólo tuvo que observar dentro de un gran caldero hirviendo, lleno de hígados y riñones, para saberlo todo sobre ti. Por lo que yo sé, ella misma podría haber hecho que el carrito saliera volando contra su coche para que tú corrieras hacia él y lo detuvieras. Y así ella aprovecharía para hechizarte. ¿Me estás escuchando, señor ignorante?
Adam frunció el entrecejo.
—El carrito de la compra no salió volando. Nunca dejó de deslizarse sobre el suelo.
Sally alzó los dos brazos al cielo en señal de impotencia.
—¡El niño tiene que ver a una vieja surcando el cielo en una escoba para creer en las brujas! Estupendo, genial. Sigue así. Y acabarás convertido en un ser horrible y asqueroso… Y no es que me importe, ¿eh? Yo tengo mis propios asuntos.
—Sally… ¿por qué estás siempre gritándome?
—Porque me preocupo. Y ahora vayámonos de aquí. Vamos hasta las galerías donde está el cine. Es un lugar seguro.
—Los videojuegos no estarán encantados, ¿verdad? —dijo Adam, para fastidiarla.
Sally detuvo el paso para dedicarle otra de sus miradas de impaciencia.
—Sólo un par de ellos. En esos aparatos no pueden echarse monedas. Claro que, conociéndote, seguro que son los primeros en los que intentarás jugar.
—Pues no sé —dijo Adam—. Mi padre me dijo que le devolviera las vueltas de los refrescos. No tengo un centavo.
—No, si aún habrá que darle las gracias a tu padre —comentó Sally.