El avión carreteó y se elevó por encima de la ciudad de Springfield. Cada vez se veía más chiquita. Cada nuevo segundo, Springfield era más un recuerdo.
La doctora Kincaid iba sentada junto al policía. Nosotros ocupábamos los tres asientos del medio. Fui hasta el baño. Mientras hacía pis pensé que mi tío debía de estar gastando fortunas en la abogada. Se merecía que le diera de regalo el sobre con la fórmula de la Coca-Cola. A pesar de todo, se iba alegrar con el nuevo negocio que le llevaba.
Volví con los chicos. Pablo leía el libro que le había dado Ji-Sung. Se lo cerré de un golpe.
—Siempre el mismo nabo —se quejó.
—¿Qué te dijo Lou? —le pregunté.
—Que me amigara con vos.
—¿No te dijo que yo le parecía más lindo que vos?
—Eso no lo puede decir ni una ciega psicótica.
—¿Le vas a escribir?
—Tal vez. ¿Vos?
—Voy a ver. Si tengo tiempo. ¿Quedaron en verse?
—Mmm… seee… Se va a ir a estudiar filosofía a Frankfurt.
—A mí me dijo literatura en París.
—Y a mí, cocina en Madrid —dijo Ezequiel metiéndose en la conversación—. ¿No les parece que pasamos demasiadas cosas juntos para que sigan haciéndose los tarados? ¿Y no se mueren de ganas de estar en Lanús y jugar a la pelota?
—Vayamos a comer un choripán cuando lleguemos.
—Pero después nos comemos unos churros rellenos con dulce de leche.
—Mi vida por una milanesa como las que hace mi vieja.
Me acomodé en medio de los dos. Pablo me dio una piña en el hombro y yo se la devolví. El policía nos miró amenazante, así que nos dejamos de molestar. Volvía a mi ciudad con Pablo y Ezequiel. No éramos los mismos que casi dos meses atrás habíamos llegado a Springfield con la idea de aprender inglés y la fantasía de conocer chicas norteamericanas. Sin embargo, algo permanecía intacto: esa estúpida tranquilidad que daba saber que podía contar con mis amigos, que ellos iban a estar en todos los momentos, en todas las circunstancias, para divertirnos y para luchar, para ser felices y para no permitir que ninguno de los tres sufriera. Eran grandes amigos mis amigos. Incluso se hacían los boludos (uno leía un libro, el otro hacía como que hojeaba una revista), cuando yo como un idiota buscaba un pañuelo para sonarme la nariz. No estaba resfriado, no era una alergia. Encontré el pañuelo, me soné, me sequé los ojos. A veces con la vista nublada se ve más claro. No había dudas: la vida era mejor cuando estábamos juntos.