IX

Cuando volvimos no vi ni a Pablo ni a Lou. Unos minutos más tarde aparecieron y Ji-Sung lo tomó a Pablo y le dijo que tenía un regalo para él. Por lo que yo había visto unos segundos antes, era la edición original en inglés de un libro de un tal Kerouac. Ahora me daba cuenta de lo que estaba sucediendo. Nuestros amigos tenían todos los movimientos fríamente calculados.

Lou se acercó a mí, me sonrió, me abrazó. Un abrazo cálido, con todo el cuerpo. Sentí el perfume de su piel, de sus cabellos cayendo en mi cara.

—Caminemos —me dijo y ya tenía al cana pegado a mí. Así no se podía.

—No se preocupe, yo los acompaño y me hago responsable —dijo la doctora Kincaid. Ella vino con nosotros pero se quedó alejada y miraba distraída para otro lado.

Caminamos y nos acercamos a los ventanales desde donde se veía la pista de aterrizaje. Un avión estaba siendo acondicionado para el próximo vuelo.

—Gracias por lo que hiciste por mí en todo este tiempo.

—Igual te echaron de la escuela.

—No es tan grave. Hay otras escuelas en Springfield. Hasta creo que es mejor.

—Lou, yo te quiero.

—Y yo también te quiero.

—Por vos estoy dispuesto a escaparme y a quedarme acá. No me interesa volver si eso me aleja de vos. No me interesa nada, ni seguir siendo amigo de Pablo, ni nada.

Me miraba con el rostro de una mujer, con el rostro de su madre, de su abuela. No tenía quince años.

—Vos te vas a ir en ese avión.

—¿Y vos?

—Yo me voy a quedar con los chicos hasta que el avión haya despegado.

—No, Lou, yo necesito quedarme con vos. La otra tarde…

—La otra tarde… Lo mejor es que te vuelvas a amigar con Pablo. Él no es sólo tu amigo, es tu hermano.

—¿Y no vamos a estar nunca más juntos?

—Cuando termine la escuela me gustaría ir a estudiar literatura a Francia. Si vos te vas a Europa a estudiar fotografía, quién te dice que no nos volvamos a encontrar en París.

—Yo quiero volver a Springfield para estar con vos.

—Ariel, escuchame: ¿tenés idea de lo que tendrías que soportar acá? Lo más probable es que los dos terminemos en una cárcel federal, como mi abuelo. ¿No es cierto doctora Kincaid?

La abogada hizo como que volvía de sus pensamientos y dijo:

—Me temo que la policía de Springfield insistirá en meterlos presos.

—Amigate con Pablo antes que nada. Y escribime. Y soñemos un encuentro futuro. Siempre nos va a quedar París, algo que hasta ahora no teníamos, como no nos teníamos el uno al otro hasta que llegaste a Springfield. Ahora todo esto nos pertenece.

—Entonces, venite a Buenos Aires.

—No. No lo puedo hacer. Además vos sabés bien que tengo una misión: mi abuelo Leonard.

Me tomó la cara con las manos y me dio un largo beso en la boca: único, triste, final. Era el beso del adiós. Me soltó y se alejó rápidamente de mí. Se puso al lado de la doctora Kincaid, como si tuviera miedo de arrepentirse de lo que había dicho. Como si estar un segundo más cerca de mí, le fuera a impedir alejarse. La doctora le pasó una mano por el hombro y le dijo:

—Lou, presiento que éste es el comienzo de una gran amistad.

Y volvimos hacia donde estaban nuestros amigos.