VIII

Ahí estaban Alexandros, Viggo, Vincenzo, Ji-Sung. Y también las chicas: Edwidge, Taslima, Almudena, Milena, Cornelia, Banana y Annemarie. Y sobre todo estaba Lou. Algunos caminaban rengueando como yo. Estaban machucados por los golpes de la policía. Parecía el regreso de los muertos vivos, pero se los veía felices. Tan felices como Ezequiel, Pablo y yo al volver a verlos.

—¿Cómo se enteraron de que estábamos acá?

—Al salir de la comisaría fuimos al hospital y un doctor nos contó que vos dijiste que te volvías a Buenos Aires.

—¡Qué mala onda! Con lo que nos estábamos divirtiendo —fue el comentario de Edwidge.

Besos, abrazos de todos. Lo que yo quería era nadar sobre todos esos brazos para llegar a Lou que estaba lejos, muy lejos. Vincenzo, para colmo, me agarró y me empujó en sentido contrario.

—Vení que tengo un regalo para vos.

Me llevó aparte. Lo lamentable es que el policía vino con nosotros. No se alejaba de mí ni un metro. Vincenzo y yo lo ignoramos. Me dijo:

—Cuando ustedes se fueron tras Harry y Bob, yo me quedé en el vestuario. Me había acordado de que había bates de béisbol en algún lado.

—Una locura.

—Pero sirvieron. Bueno, además de los palos, vi tu cámara destrozada.

—Yo también la vi de lejos.

—Estaba hecha bolsa. Destruida con una saña digna de Bob y Harry. Me acerqué a ese manojo de chatarra… y mirá lo que encontré.

Sacó del bolsillo una cajita muy pequeña de plástico. Adentro había una memoria Kingston de un giga.

—Es la memoria de tu cámara de fotos. Y está intacta porque la probé recién en otra cámara. No perdiste ninguna de las fotos que me sacaste, que es lo importante.

No lo podía creer: Vincenzo me estaba devolviendo todos mis recuerdos. Ahí estaban en ese rectangulito. Si no me puse a llorar, fue porque sabía que si me largaba no paraba más. Abracé a Vincenzo, lo tomé de los hombros y lo sacudí como a un salero.

—Sos un amigo —le dije.

—Ni más ni menos.