VII

Los White llegaron con todo preparado para el viaje. Todo menos la cámara de fotos que había quedado destruida en el vestuario de la escuela. Las heridas ya no me dolían, pero me sentía pésimo. Lo vi al doctor Carter yendo de una habitación a otra. Me acerqué rengueando a saludarlo.

—No dejes de tomar los antibióticos que te di.

—Gracias, doctor.

—Ese policía en la puerta, ¿significa que de acá te vas a la cárcel?

—No. Me vuelvo a Buenos Aires.

—Debe de ser una linda ciudad.

Cargaron en el auto de Flanders las mochilas y otros paquetes. Yo sólo me quedé con el sobre que me había dado Dylan. Ezequiel y Pablo viajaron con Flanders y Jo. Yo, en el asiento de atrás de un patrullero junto a la doctora Kincaid.

La lluvia había pasado y ese lunes primaveral en Springfield tenía una belleza agresiva. Canté en voz bien baja: «Maldición, va a ser un día hermoso». Me gustaba esa ciudad que no iba a volver a ver y que ya no me tenía. La gente iba al trabajo, los chicos volvían de la escuela, algunos salían a tomar algo o simplemente andaban en auto con una tranquilidad que me daba bronca. ¿Por qué tenía que irme así? ¿Por qué tener que alejarme de Lou y de mis amigos?

Llegamos al aeropuerto y nos fuimos a hacer tiempo. Todavía faltaba más de una hora para tomar el avión. Un policía iba a viajar con nosotros. También la doctora Kincaid nos iba a acompañar hasta Chicago. No quería dejarnos solos por temor a que en el último momento tomaran alguna medida grave contra mí.

—Creo que te buscan —dijo la abogada señalando a mis espaldas.

Me di vuelta y grande fue mi sorpresa cuando descubrí que en grupo compacto y a paso decidido venían hacia nosotros los chicos: mis amigos de la escuela George Maharis.