Cerca de las once de la mañana, volvió a aparecer el doctor Carter con su sonrisa de chico bueno. Daban ganas de ser su hermano menor. Revisó las heridas. Me hizo apoyar el pie y hasta dar unos pasos sin ayuda. Llamó a una enfermera y pidió que me sacaran el suero. Llenó unos papeles y me dijo:
—Almorzá acá y después te podés ir. Te van a quedar unas marquitas, nada demasiado visible.
Me dio unas palmadas y se retiró. Los chicos volvieron a entrar y al rato tuvimos una visita inesperada: la doctora Kincaid. Una vez más, mi tío la había llamado para que velara por nuestras vidas.
—Buenas y malas noticias —dijo la abogada en español—. La buena: a pesar de haber cometido varios delitos federales, el Estado norteamericano no va a pedir que quedes detenido. También es una buena noticia que tu tío no piensa asesinarte cuando te encuentres con él en Buenos Aires.
—¿La mala?
—Revocaron tu visa de estudiante.
—¿Qué significa?
—Que te tienes que volver a tu ciudad.
—¿Me tengo que ir?
—En el primer avión que salga para Buenos Aires.
—¿Pero por qué?
—Hay fotos tuyas pegándole a un policía. Además, los detectives de esta ciudad tienen unas teorías conspirativas muy imaginativas sobre tu amistad con los dos culpables de los asesinatos. Creo que están obsesionados contigo.
—¿Y cuándo me tengo que ir?
—Un avión sale de Springfield para Chicago a las 15 y ahí puedes tomar el vuelo a Buenos Aires de las 18 horas. Yo ya hablé con el matrimonio White para informarles.
—¿Y ellos? —señalé a Pablo y a Ezequiel, que estaban tan confundidos como yo.
—Viajan contigo. Técnicamente, ellos podrían quedarse, pero no creo que tengan ganas.
Los dos pusieron cara de nada.
—No me puedo ir sin despedirme de los demás chicos, de mis amigos.
De Lou, de Lou, de Lou. ¿Cómo irme sin volver a verla? La doctora Kincaid fue terminante:
—Lo siento, Ariel. Es una orden judicial. No podemos hacer nada contra eso.