III

Me trasladaron a una habitación individual. Estaban Ezequiel, Pablo y el señor White. Me miraban como se debe mirar a un moribundo.

—El médico dijo que con la ayuda de Dios te vas a poner bien pronto —Flanders estaba tan demacrado como si se estuviera por volver ateo.

—En realidad —aportó Ezequiel—, dijo que no sabían lo que tenías, pero que lo iban a descubrir con la autopsia.

—«Una autopsia en regla garantizada». —Pablo recordaba las palabras de nuestra abogada, la doctora Kincaid.

Dormí molesto. Sueños profundos, cortos. Lo peor era que no podía levantarme para ir al baño. Tuve que pedirle a una enfermera que me pusiera el papagayo para hacer pis. Hubiera preferido que me volvieran a coser sin anestesia antes de tener que pasar por ese momento de humillación.

Las mañanas en los hospitales comienzan muy temprano. A las cinco vino el doctor Carter. Me revisó y controló el suero.

—Estás mejor. Cinco centímetros hacia el medio y te sacaban un ojo. Dos centímetros a la izquierda en la pierna, te daban en la arteria femoral y te morías desangrado antes de llegar al hospital.

—Una desgracia con suerte. ¿Cuándo me voy a poder ir?

—Teniendo en cuenta que no tenés nada grave, te voy a tener unas horas más en observación y después del mediodía vas a poder moverte. No camines mucho ni pegues patadas con tu pierna derecha.

El desayuno en un hospital norteamericano es como el desayuno de cualquier hospital: té con leche, unas galletas sin sal y una mermelada insulsa. Debía de estar mejor, porque extrañaba los huevos fritos.

Flanders se quedó a pasar toda la noche. Durmió en un sillón que había al lado de la cama. Por momentos lo sentía murmurar una letanía. Debía de estar rezando. A las siete de la mañana aparecieron Pablo, el Equi, y Jo. A ellos también se los veía mejor. Sin embargo, no podían sustraerse del clima del hospital: ahí me enteré de que desde que me habían llevado a la habitación, un policía había estado apostado en la puerta vigilando que no me escapara.

Una enfermera los hizo salir a todos. Me pidió que me levantara. Puso el suero en un palo con ruedas y con un poco de esfuerzo me llevó hasta el baño. Me vi en el espejo: había envejecido unos veinte años. Tenía el rostro macilento y la mirada apagada. Me quedé un rato en el baño. Después, ella me explicó cómo higienizarme sin tocar las heridas. Acomodó la cama y me volví a acostar. Se fue y me quedé solo.

—¿Se puede?

Por la puerta asomó su cabeza el otro de los chicos que no había caído detenido: Dylan.