II

Me desperté cuando alguien decía «a la cuenta de tres: uno, dos, tres». Médicos, paramédicos y enfermeros me tomaron y me pasaron de la camilla ambulante a la camilla de la sala de emergencias. Lo primero que vi fue a una médica que me observaba de cerca. Tenía barbijo, anteojos y guantes, así que no sé cómo me di cuenta de que era una mujer.

En la ambulancia me habían hecho las primeras curaciones. La herida de la cabeza parecía no sangrar, pero sentía que latía como la batería de Charly Watts. Entró un médico sin barbijo y se acercó hasta la camilla. La médica o enfermera le dijo:

—Tiene tres heridas de bala de goma. En el parietal derecho, en la espalda apenas encima de la cintura y en el muslo derecho. Hubo pérdida de sangre por las tres heridas.

El médico me miró y se sonrió. Era un tipo joven, tenía más cara de estudiante de Medicina que de médico de emergencias.

—Te vamos a poner tres unidades de gacinamol. Hay que suturar las heridas de la pierna y de la espalda. La del parietal no es necesario. Con la curación que te hicieron en la ambulancia está bien.

Una enfermera se acercó al médico y le puso otro delantal por sobre el que ya tenía, un barbijo y unos anteojos.

—Esto te va a doler más a vos que a mí —me dijo mientras se acomodaba en un taburete y empezaba a trabajar en mi pierna. No faltaba a la verdad: me dolió y cómo. Igualmente me la banqué bastante bien. Tal vez estaba bajo los efectos de algún relajante muscular.

—La fiesta terminó. Listo, mi amigo.

—¿Estoy bien, doctor?

—Bueno… ¿Jugabas al béisbol como pitcher, practicabas atletismo o bailabas tap?

—No.

—Entonces estás perfecto.

Al ver que mi caso no revestía gravedad, casi todos se habían retirado. Sólo había quedado una enfermera y el médico.

—Soy el doctor John Carter, de Chicago —y me dio la mano. Yo no la apreté muy fuerte. Me sentía débil.

—Soy Ariel, de Buenos Aires, Argentina.

Me miró de hito en hito y sonriendo me dijo:

—Bienvenido a América.