III

Fue un viaje largo. En algún momento me acerqué al asiento de Pablo y Ezequiel para charlar de pavadas. Fuimos rotando en nuestros lugares sin que yo quedara nunca a solas con Lou, ni ella con Pablo, ni Pablo y yo solos.

Entramos a Springfield, Illinois, poco después del mediodía. Otra vez en la ciudad de Abraham Lincoln. El micro arribó a la terminal, retiramos nuestro único equipaje y fuimos hacia la entrada central. Ahí estaba el comité de bienvenida: Alexandros, Vincenzo, Ji-Sung, Viggo, Taslima, Banana, Almudena, Cornelia y Milena.

—¡Qué te dije —se vanaglorió Pablo—, Alexandros les contó a todos!

—Somos todos parte del mismo equipo —dije yo.

—El auténtico equipo de los sueños —dijo Ezequiel—, porque es un equipo con mujeres incluidas.

—El equipo recargado —agregué pensando en la segunda parte de Matrix.

Nos besamos, abrazamos y las chicas chillaron como si nos reencontráramos después de años.

—¿Tenés lo mío? —Alexandros usaba un tono misterioso, como si fuera un agente secreto.

—Acá tenés —y le pasé el CD. Alexandros lo guardó en su campera de jean.

—El paquete fue entregado. En menos de dos horas tengo el archivo modificado. ¿Nos vemos a las mil cuatrocientas en la escuela?

—Mil cuatrocientas treinta.

—Ok. A las mil quinientas tenemos práctica de lacrosse bajo las órdenes de Ji-Sung.

Edwidge no podía volver a la casa donde se hospedaba, así que Lou se la llevó a su casa. Quedamos en encontrarnos a la tarde, después del entrenamiento, en la cafetería de Tom. Nosotros tres fuimos hacia la casa de les Flanders. En la puerta no estaba la policía, pero había un auto estacionado que no era de los White.

—¿Entramos con nuestra llave o tocamos timbre?

—Toquemos timbre.

Nos abrió la puerta Jo. Tenía cara de preocupada o de incomodidad. No me detuve demasiado en su rostro porque detrás de ella, sentado en los sillones del living junto a Flanders, estaba el reverendo Robert.

—Acá llegan los hijos pródigos —la voz del pastor sonó irónica. A Flanders se lo veía desencajado. Sin dudas, nosotros estábamos acabando con su salud física y mental.

—Jovencitos, se acabó la diversión —dijo Jo, y su voz sí sonó como un trueno bíblico.

—Nosotros estamos felices de ayudar a jóvenes extranjeros a convivir en nuestro país, pero no podemos hacerlo cuando nuestros huéspedes se alejan de Dios y pueden poner en riesgo la integridad de nuestra familia.

Como consecuencia de nuestro viaje al Oeste, debíamos mudarnos al altillo de la casa, donde sólo había unos colchones y ropa de dormir. No más computadora, ni televisión. Sí o sí debíamos estar a las nueve de la noche de regreso y el domingo, después del partido de lacrosse, debíamos concurrir a la escuela dominical de la iglesia.

Subimos nuestras mochilas al altillo. Sólo había cajas llenas de trastos viejos y tres colchones. Tiramos nuestras cosas. Ezequiel se recostó y, mirando el techo de madera, dijo:

—Lo que más voy a extrañar es la pista de Hot Wheels.

—Lo peor es tener que ir a la escuela dominical —Pablo revolvía toda su ropa como si buscara algo.

—Antes muerto —agregué—. ¿Qué estás buscando?

—Acá está —en su mano, triunfal, flameaba un billete verde—. Los cincuenta dólares que guardaba para comprarme unos libros.

Cincuenta dólares que eran toda nuestra fortuna hasta que volviéramos a Buenos Aires. Pasar de cero a cincuenta es como volverse millonario. Fuimos a comer a Pizza Hut disfrutando del dinero encontrado. Mientras cortaba una porción de Provolone, Pablo nos trajo a la realidad:

—El lunes sin falta deberíamos retomar las materias. Si no, chau diploma.

—¿Y para qué queremos el diploma? —fue la pertinente pregunta de Ezequiel.

A las dos de la tarde fuimos al comedor de la escuela. Al rato cayó Alexandros.

—Todo O. K. No quedó ni un solo rastro de Lou en el video chat. No puede ser rastreada ni por un perro de olfato fino. Lo convertí en un AVI y hasta le mejoré un poco la definición.

Nos dio el CD. Yo fui hasta el baño y Alexandros vino detrás.

—Ariel, una cosa. Ese video chat que me diste es mortal. Qué buena que está Lou. Te lo digo a vos y no a Pablo, porque es capaz de romperme la cara de una trompada.

En ese momento, yo con gusto se la hubiera roto.