Había un clima de mucho movimiento en el interior de la casa de los Kashpaw. La abuela Marie preparaba el desayuno con la ayuda de Lou y el abuelo Nector arreglaba el marco de una ventana mientras fumaba. Lou nos saludó sin dejar traslucir ninguna emoción en particular. Yo me sentía nervioso, incómodo.
El abuelo Kashpaw salió de la casa y fue hasta uno de los galpones, de donde sacó una camioneta algo destartalada. El motor hacía un ruido raro y el abuelo se metió debajo del chasis.
Lou había hecho los preparativos para el viaje. En Alburquerque tomaríamos un ómnibus que nos llevaría directamente a Springfield. Si no había problemas, debíamos llegar al día siguiente, el viernes al mediodía.
Había un pequeño inconveniente: nosotros no teníamos ni un centavo. Sin entrar en detalles, les contamos a las chicas que nos habíamos quedado sin plata. Entre Lou y Edwidge nos iban a pagar el pasaje.
Desayunamos unos ricos omelettes con café. El abuelo Kashpaw entró en la casa y dijo:
—La camioneta ya está lista.
El viaje hasta Alburquerque, unas dos horas de ruta, lo íbamos a hacer en ese vehículo.
—¿Nos va a llevar tu abuelo? —le pregunté a Lou en voz baja para que el anciano no nos escuchara.
—Mi abuelo sufre Alzheimer, tiene cataratas en un ojo, perdió la audición del oído izquierdo, tiene accesos de tos, es asmático, está perdiendo sensibilidad en la pierna izquierda y no tiene registro de conducir. Además, está resfriado.
—No parece el conductor ideal.
—Por eso mismo nos va a llevar mi abuela, que nada más sufre de cataratas.
—¿Tiene cataratas en un ojo?
—En los dos.
Lou aprovechó para pedirme un favor. Quería que les sacara una foto a sus abuelos con ella. Los junté en la entrada de la casa y les tomé unas fotos. Aproveché y les saqué también a los abuelos solos. Por iniciativa de las chicas, nos tomamos una foto los siete juntos y algunos perros. Pablo y yo salimos más serios de lo habitual.
Busqué en la memoria de la cámara y le mostré a Lou las fotos que le había tomado a su madre. Se quedó un rato mirándolas, pensando en algo que yo no podía llegar a definir.
—Mi mamá y yo nos parecemos. —Creo que no se refería a cuestiones de rasgos físicos, sino a algo más inmaterial. De todas maneras, físicamente se parecían.
A las diez de la mañana subimos a la camioneta. En la cabina viajaban Lou y Edwidge, y en la caja, nosotros tres.
El estilo de manejo de la abuela Marie era, como mínimo, brusco. Aceleraba, frenaba, maniobraba hacia un lado, luego hacia el otro, con la misma gracia de un marinero borracho. Y le gustaba la velocidad. La abuela corría. Atrás íbamos sentados en el piso y agarrados fuertemente de los costados para no rodar de acá para allá.
Llegamos a Alburquerque media hora antes de lo previsto y dos horas antes de la salida del micro. La abuela nos saludó a todos, lagrimeó un poco al abrazar a Lou y se fue como nos había traído: con una rapidez espasmódica.
Le pedí dinero prestado a Edwidge para llamar por teléfono. En casa de los White atendió el contestador. Flanders estaría en el trabajo, los mellizos en la escuela y Jo habría ido a hacer las compras. Les dejé un mensaje diciendo que estábamos bien y que llegábamos a Springfield al día siguiente.
Acto seguido llamé a Alexandros, que justo estaba por irse a la escuela.
—Por acá se dice que se escaparon porque son los culpables de los asesinatos. También se dice que ustedes y las chicas formaban parte de una secta, no me quedó claro si budista o que practica el vudú. Si es así, no les voy a perdonar que me hayan dejado afuera.
—Escuchame. Tengo el video chat del que te hablé. No lo divulgues, pero el culpable de todo es Harry el Sucio, así que tengan cuidado con él.
—¿En serio? ¿Harry solo o sus amigos también?
—No sabemos.
—El que desapareció es Dylan. ¿Está con ustedes o con Harry?
—Espero que esté escondido. Nosotros llegamos mañana a las doce a la terminal de Springfield. Venite a buscar el CD, así hacés las modificaciones que te pedí.
Volví con los chicos a los andenes. Les conté mi charla con Alexandros. Pablo dijo que era un error haberle contado, que se iba a enterar toda la escuela, Harry incluido. En realidad, no dijo «Harry» sino el «idiota asesino ése». Yo le contesté que me parecía una boludez pensar así. Ezequiel nos miraba sin entender qué pasaba, aunque se daba cuenta de que algo estaba ocurriendo entre Pablo y yo. Por suerte, llegó el ómnibus. Despachamos la CPU y subimos dispuestos a pasar más de veinte horas arriba de ese micro.