Volví a la realidad cuando salí de la casa y me dirigí al establo. Al día siguiente, lo primero que tenía que hacer era hablar con Pablo. Tenía que explicarle todo lo que me había ocurrido con Lou desde el primer día hasta esa noche.
El establo estaba a oscuras. A tientas busqué mi bolsa de dormir. Me saqué las bermudas y me acosté con los ojos muy abiertos mirando el techo. Sentía la respiración pesada de Ezequiel que cada tanto bufaba como un toro. En cambio, a Pablo no se lo sentía. Tampoco lo podía ver en la oscuridad del establo.
—Pablo —dije en un susurro—, ¿estás despierto?
—Sí —su voz sonó más alta que la mía.
—Te tengo que decir algo.
Pablo se quedó en silencio.
—Me besé con Lou.
Tardó en responderme:
—No esperes que te felicite.
—Creo que te debo una explicación.
—No me la des. Puedo imaginármela.
Una vez más, se hizo otro silencio que rompió el propio Pablo.
—¿Ella va a cortar conmigo?
—No me dijo nada.
—¿Vos estás enamorado de ella?
—Perdidamente.
—¿Y ella?
—Tampoco me lo dijo.
Sentí que Pablo se daba vuelta y me daba la espalda. ¿Cómo decirle a un amigo varón que uno lo quiere, que es como un hermano, que lo último que desea es hacerle daño o pelearse con él? Me quedé callado, a la espera de que él preguntara algo más, pero no ocurrió. Me prometí no dormir para velar el insomnio de Pablo. Mantuve los ojos abiertos un buen rato. Cuando quise darme cuenta, el canto de los pajaritos me taladraba la cabeza. Me había quedado dormido. Ya había salido el sol y el establo volvía a tomar sus formas diurnas. Lo vi a Ezequiel que seguía durmiendo y a Pablo que seguía dándome la espalda. Me levanté y fui hacia un precario baño que había afuera del establo. Después no quise volver a entrar. Me quedé mirando el campo hasta que vino Edwidge a decirnos que nos levantáramos. Pablo salió del establo. Me saludó distraídamente con un «hola». Fuimos juntos a la casa. En silencio.