Katrina le sacó las espinas del pie a Pablo con una pincita de depilar. Por fin una pinza de depilar servía para algo útil. Me acomodé en el asiento de adelante y Pablo y Ezequiel se sentaron a los costados de Thelonius que jugaba con un tigrecito de goma. El Rambler Cross Country retomó la ruta y por primera vez desde la mañana anterior sentí algo parecido a la tranquilidad. Dentro de ese auto algo destartalado, aunque resistente como un tanque de la Segunda Guerra Mundial, sentía que estábamos seguros. El cabo Polonio podía quedarse buscándonos en cada rincón de Amarillo: no nos iba a encontrar.
—Ustedes me inspiraron —nos dijo Katrina—. ¿Por qué no empezar de nuevo? Así que fui, saludé a mi hermana y a mi padre, y les dije que estaba de paso. Decidí ir a California. Si no puedo triunfar con la música, al menos nos vamos a divertir. ¿No es cierto, Thelonius?
Como única respuesta, dijo «da da da» y con el tigrecito lleno de baba golpeó a Ezequiel que le sonreía como a un perro peligroso.
—¿Qué hacen todos ustedes descalzos? ¿Y las gorras dónde las dejaron?
Le contamos nuestra historia y se indignó. Quería volver. Nosotros preferíamos seguir descalzos a retroceder. Nos contó que su padre se había comido el bife de dos kilos en el año ‘75, poco antes de que ella naciera.
El Rambler no tenía aire acondicionado, por lo que íbamos con las ventanillas abiertas. Un viento cálido nos daba en la cara y bastaba cerrar los ojos para imaginar que íbamos en una Harley Davidson. Katrina se detuvo en una estación de servicio que tenía además un minimercado. Después de cargar combustible, nos llevó hasta el negocio.
—Elijan las que les gusten.
Katrina nos señalaba el sector calzado. Elegimos unas zapatillas lindas y baratas que me hicieron sentir como si caminara por el paraíso después de haber atravesado el infierno descalzo.
Ya estábamos en el estado de Nuevo México. El paisaje era distinto de los campos sembrados que habíamos dejado atrás. El desierto de colores rojizo, amarillo y plomo se convertía en una presencia imponente: te absorbía, caías en él como si fuera un remolino en medio del océano. Cada tanto, un cactus o una piedra rompían la imagen eterna de ese territorio desolado.
Los carteles en la ruta anunciaban los pueblos que iban quedando atrás: Montoya, Newkirk, Cuervo, Santa Rosa, Edgewood, Barton, Sedillo, Zuzax, Tijeras y Alburquerque. Ahí paramos y fuimos a un bar llamado 66 Diner. Era un boliche ambientado en los años ‘50. Mientras Thelonius tomaba su mamadera, Katrina nos invitó a merendar unos buenos batidos de leche. Yo tomé un ice cream de vainilla, chocolate y chips de chocolate, y aproveché para sacar algunas fotos del lugar y de nosotros sentados en la barra con nuestros inmensos vasos.
Volvimos a la ruta y seguimos dejando atrás pueblos y carteles: Pajarito, Los Pallidas, Isleta, Bosque Farms, Los Lunas, Sandia, Río Puerco, South Garcia, Suwanee, Correo, Mesita, Laguna, New Laguna, Paraje, Budville, Villa De Cubero (Pablo nos contó que, en ese pueblito, Hemingway escribió una novela que se llamaba El viejo y el mar), Cubero, San Fidel, McCartys, Grants, Milan, Anaconda, Bluewater, Prewitt, Thoreau, Continental Divide, Coolidge, Iyanbito, Zuni y Gallup. El próximo pueblo era Manuelito. No llegamos ahí porque en Gallup salimos de la ruta 66. La ruta madre quedaba atrás.
El sol caía delante de nosotros. Con nuestro viaje de Este a Oeste habíamos ganado una hora en el huso horario. Sin embargo, la noche estaba por llegar. Tomamos la ruta 491, unos doce kilómetros, y después doblamos hacia la izquierda por la ruta 264. Anduvimos otros 27 kilómetros y llegamos a Window Rock. Nos dejó en el cruce de dos rutas indias, un buen punto para seguir nuestra búsqueda.
Katrina escribió algo en un papel.
—Tomen. Mi dirección de e-mail. Mándenme las fotos de nuestro viaje.
Thelonius se había quedado dormido nuevamente en su asiento. Hubiera estado bueno continuar el viaje con Katrina, pero teníamos cosas que hacer en Window Rock.