La situación era la siguiente: teníamos 720 kilómetros por delante, ni una moneda de diez centavos de dólar en el bolsillo y estábamos descalzos. En la estación de servicio había un auto rojo. Dentro del auto no había nadie y un empleado le cargaba nafta. Ezequiel nos detuvo:
—El auto del cabo Polonio.
—¿Estás seguro?
—Es un Jaguar XJ8 color rojo metalizado, como el que tenía el cabo Polonio ayer anoche. Fíjense: tiene una leve abolladura del lado del farol delantero derecho. Yo no sabré nada de libros, pero diferencio perfectamente un Ford Mustang 97 de un Pontiac 98.
Cómo pudo darse cuenta del color del auto y de la abolladura en tan pocos segundos y sólo iluminados por la luz de la luna era una pregunta para hacer en otro momento.
Tampoco daba para preguntarse si el cabo Polonio estaba en el baño o comprándose un paquete de papas fritas. Ahora sólo nos quedaba una cosa. Correr en sentido contrario.
Rodeamos el restaurante y cruzamos la interestatal 40. Entre el almuerzo mal digerido y el miedo recurrente, sentía que me faltaba el aire, que me iba a caer en cualquier momento. Para colmo, el asfalto quemaba. La situación no mejoraba al llegar a la otra vera del camino. Para tomar la ruta 66, tuvimos que cruzar unos quinientos metros de descampado. El suelo ya no quemaba pero pinchaba lindo. Sentía los ojos del cabo Polonio en mi nuca y que en cualquier momento teníamos su auto cortándonos las piernas.
Llegamos a la ruta 66 y automáticamente sacamos nuestros pulgares a trabajar. Los autos nos veían hacer dedo y aceleraban cuando pasaban delante de nosotros. ¿Quién podría detenerse ante tres tipos con cara de locos, harapientos y aterrados? Agachamos la cabeza y caminamos lenta pero constantemente hacia el más lejano Oeste.
—Ay, ay, qué lo reparió.
Pablo pegaba saltitos. Había pisado una planta con espinas y tenía el pie lastimado. Se sentó en el suelo y con Ezequiel intentamos sacarle las espinas que tenía incrustadas en el pie izquierdo.
—Busquemos un teléfono público, llamemos cobro revertido a Buenos Aires. Volvamos a casa.
Pablo tenía razón. El viaje se estaba complicando demasiado. Nos habíamos metido en algo que no conocíamos y que nos había desbordado por todos lados. Creíamos que el camino nos iba a recibir con los brazos abiertos. Sin embargo, estábamos siendo rechazados constantemente. Hasta ahí habíamos llegado. ¿Cuánto más íbamos a aguantar sin ponernos a llorar pidiendo por nuestros padres?
Un bocinazo nos sacó de nuestros pensamientos. No era un Jaguar rojo metalizado. Al lado nuestro se había detenido el Rambler marrón y blanco de Katrina.
—Chicos, sabía que me los iba a encontrar nuevamente. Qué bueno. Suban que los llevo a Window Rock. Si no se rompe esta catramina, llegamos en seis o siete horas.
Thelonius, en el asiento de atrás, nos hacía morisquetas. Creo que el pendejo se burlaba de nosotros tres.