Cuando volvimos, un empleado terminaba de limpiar el desastre. Nos miró con odio y tenía razón. Llegamos a la mesa. Se nos acercó la moza y nos preguntó:
—¿Algún postre?
Le dijimos que no íbamos a comer nada más. Ahí mismo nos hizo la adición. La tomó Ezequiel, que era al que más plata le quedaba. Cuando vio lo que teníamos que pagar, abrió los ojos como si estuviera a punto de volver a vomitar otra vaca entera.
—¿Ciento veinte dólares?
Nada más el bife de setenta y dos onzas salía, con una lógica absoluta, setenta y dos dólares. Cada gaseosa dos dólares, once cada uno de nuestros platos, tres las papas y ¡catorce dólares de limpieza! ¡Un vómito catorce dólares! Eso sí que era un robo.
Volvió la moza. Ezequiel ensayó su mejor sonrisa que, en su estado, era la sonrisa de un moribundo.
—No nos alcanza la plata. Llegamos sólo a ochenta y siete dólares.
La chica nos miró mal. Creo que estaba pensando más en la propina que no iba a cobrar que en la cuenta. Se fue. Al rato volvió.
—Vengan.
La seguimos. Los demás comensales ya no nos tenían en cuenta, pero, en cambio, los mozos, los cajeros y todos los demás empleados tenían los ojos clavados en nosotros. Pasamos a la parte de atrás del restaurante. Cruzamos la cocina con sus cocineros vestidos como médicos para operar. La parrilla tenía bifes y hamburguesas a reventar, pero ningún chorizo, ninguna morcilla, ni un mísero chinchulín. Las achuras fallaban.
Nos hicieron entrar a una oficina donde nos esperaba un hombre de unos sesenta años, flaco, bronceado por el sol. En un costado, sentado sobre unas cajas, estaba un tipo de bigotes con aspecto de mexicano. Les explicamos que nos habíamos quedado sin plata.
—Mal hecho —dijo el flaco con tranquilidad—. No se debe apostar sin contar con dinero para pagar las deudas.
Le dimos la razón.
—Mi negocio es hacer negocios. ¿Cómo piensan pagar los sesenta dólares que les falta, incluyendo la propina?
Le ofrecimos lavar los platos.
—Ya tengo empleados para eso. ¿Esa cámara de fotos, es una Nikon?
Ni a palos le daba la cámara de fotos. Insistió diciendo que no teníamos nada de valor que le interesara. Yo me volví a negar. Resopló fastidiado. Como si concediera algo, dijo:
—Está bien. Dejen las zapatillas. Ah, y las gorras. Estoy haciendo un pésimo negocio.
Nos sacamos las zapatillas. Pablo tenía unas Diadora, pero Ezequiel y yo teníamos unas Nike que habíamos comprado en Buenos Aires antes de viajar. Nos guardamos las medias en los bolsillos (que, por lo visto, no le interesaban y lo bien que hacía) y le dimos nuestras gorras.
—Y no vuelvan por acá sin dinero. Con plata, siempre serán bienvenidos.