IV

Llegamos a Amarillo cerca de las dos de la tarde. Nos bajamos del auto y Katrina también bajó a saludarnos con un apretón de manos. Se volvió a acomodar frente al volante y por la ventanilla nos dijo:

—Gracias por ayudarme a salir del barro, y no lo digo solamente por haber empujado el auto.

Nos quedamos mirando cómo el auto de Katrina se perdía en una nube de polvo y desaparecía tras una curva. Estábamos nuevamente los tres solos.

—Si el cabo Polonio sobrevivió, debe andar por acá, buscándonos.

—Me importa un pepino el tipo ése con el hambre que tengo. Me comería una vaca —dijo Ezequiel mirando con cierta lujuria unas vacas que había en un campo vecino.

—Creo que la plata que nos queda nos alcanza para comernos un ratón —dijo Pablo. Contamos el dinero: yo tenía siete dólares, Pablo dieciocho y Ezequiel llegaba a sesenta y dos. Para comer nos sobraba, pero todavía nos quedaban 450 millas por delante, unos 720 kilómetros de los nuestros. Con ese dinero no llegábamos a cubrir los gastos del día y el regreso a Springfield.

Tomamos por una calle paralela a la ruta interestatal 40, que nos permitía estar más a resguardo y controlar más fácilmente si el cabo Polonio aparecía. Buscando algún boliche donde comer unas hamburguesas, nos encontramos con una vaca de unos diez metros. No estábamos delirando. Era la publicidad de un restaurante que se llamaba The Big Texan. Un cartel que de noche debía ser luminoso decía: «La casa del bife de las 72 onzas gratis». La palabra «gratis» nos llamó como si fuera una campana.

El restaurante era de mejor nivel que los que solíamos ir en esos días. Formaba parte de un complejo que incluía hotel, estación de servicio y un pequeño shopping para los que visitaban el lugar. La mayoría de los que andaban por ahí parecían escapados de una película de vaqueros. Usaban sombreros como Clint Eastwood y caminaban cansinamente, tal vez por causa del sol que a esa hora pegaba fuerte. Como ratones de dibujitos animados que no quieren despertar al gato, cruzamos rápido y en puntas de pie la ruta 40 y nos metimos en el restaurante.

El atractivo de The Big Texan era su bife de setenta y dos onzas, un poco más de dos kilos de pura carne vacuna texana. Si uno era capaz de comerse tamaño bife en menos de una hora, la consumición era gratuita.

—Yo me lo como en veinte minutos —dijo Ezequiel, a quien yo había visto devorar con una dedicación asombrosa los asados que hacía mi tío.

Como el hombre de recepción pensó que dudábamos, nos ofreció una ganga: si uno de nosotros se comía ese bife, todo lo que se consumiera en la mesa iría sin cargo. Era lo que necesitábamos escuchar para tomar asiento en esa parrilla a la texana. Tenía un salón enorme y fresco con mesas en reservados, muchos mozos y demasiados turistas. Definitivamente, estábamos fuera de lugar con nuestro aspecto de tipos sucios, rotosos y cansados de recorrer mil y pico de kilómetros en menos de dos días. Al menos, al cabo Polonio no se lo veía en ninguna de las mesas.

Cuando Ezequiel pidió el bife de setenta y dos onzas, fue anunciado por micrófono y la gente aplaudió. Lo único que nos faltaba: convertirnos en número vivo. Una moza nos contó que desde 1960 más de treinta mil personas lo habían intentado. Sólo unas seis mil habían logrado la hazaña. Nos aconsejaba comer lentamente, ya que había una hora de tiempo para consumirlo.

—Para ganar, hay que entrenarse con el asado de tira de la carnicería de mi barrio. A los argentinos no nos van a venir a enseñar a comer un churrasco —dijo Ezequiel, que estaba tan agrandado como hambriento.

Pablo y yo nos pedimos unos bifes normales de cinco onzas con papas fritas y gaseosa. Nos trajeron pancitos y manteca. Ezequiel se preparó un pancito con abundante manteca:

—Es para ir avisando al estómago.

A la media hora llegaron los tres platos. Los nuestros eran más pequeños que los que te sirven en una parrilla de Buenos Aires. Pero el de Ezequiel asustaba: era como un bife de lomo abierto en forma de mariposa. Una mariposa antidiluviana, gigante, monstruosa y apetitosa a la vez. Unas verduritas cocidas —un poco de brócoli, chauchas y ajíes— acompañaban semejante espécimen a la parrilla.

Le saqué un par de fotos al plato y también a Ezequiel, que sonreía con sus cubiertos listos.

Un reloj luminoso se encendió en un costado del restaurante y los presentes volvieron a aplaudir. Ezequiel atacó el bife con gula. Saboreó el primer pedazo como si estuviera catando vino.

—Buena carne —dijo.

A los diez minutos nosotros ya habíamos devorado nuestros bifecitos y Ezequiel seguía a buen ritmo. Cada tanto mechaba un trozo de carne con un poco de verduras.

—Hubiera preferido una ensalada mixta.

A los veinte minutos Pablo y yo nos estábamos preparando pancitos con manteca porque nos habíamos quedado con hambre. No estaba permitido ayudar al desafiante; de lo contrario, con ganas habríamos comido del bife de Ezequiel, del que ya quedaba solamente la mitad. Un ala de mariposa pterodáctila.

A los cuarenta minutos todavía quedaba un tercio de la carne. Ezequiel había perdido el aspecto de carnívoro devastador y ahora se lo veía masticar con esfuerzo. Cada tanto, apoyaba los cubiertos en la mesa.

—Esto viene duro —dijo, y volvió a hundir sus cubiertos en la sangrante carne texana.

El Equi comía en cámara lenta. Restaban diez minutos. Todos nos observaban: eso pone nervioso a cualquier comensal. Ezequiel, no obstante, avanzaba mordisco a mordisco. Masticaba, tragaba, eructaba con educación y ya no decía nada. Nosotros dos estábamos nerviosos.

Faltando cinco minutos, quedaba una línea más o menos gruesa de carne. Cualquiera se la hubiera comido en un abrir y cerrar de boca, pero el Equi estaba llegando al límite de su capacidad. Cortó un pedazo, se lo acercó a la boca, bajó el cubierto, volvió a llevárselo hacia sus fauces. Se lo metió y ni mordió. Vimos pasar el pedazo directamente por su garganta. El Equi tenía los ojos de un sapo fumador a punto de explotar.

Para colmo, faltando dos minutos, comenzó una cuenta regresiva.

—¿Qué les pasa? —dijo indignado Pablo—. ¿Estamos en la puta NASA y no me enteré?

La gente vio que el Equi estaba por aflojar y empezaron a alentar: «dale, dale» repetían. Era un «go» cortito, nada que ver con nuestro «vamos, vamos» tribunero. Nosotros no decíamos nada. Ni siquiera nos pasaba la saliva por la garganta, así que entendíamos perfectamente que cada pedacito de bife le resultara al Equi una bomba molotov.

Quedaba un minuto y un trocito de carne. Ezequiel bufaba, buscaba aire, transpiraba pese al aire acondicionado. Treinta segundos y el pedacito seguía ahí, intacto, venganza final de una vaca resentida. Quince segundos y el Equi cortó un pedazo, casi la mitad de lo que quedaba, se lo llevó a la boca pero su mandíbula no se abría. No se abría.

Dijo algo así como «perdón», se levantó de un golpe y cuando sonaron la chicharra, el «ohh» defraudado de los demás comensales y un «no lo puedo creer» de Pablo y de mí, Ezequiel ya estaba a la altura de la barra buscando el baño desesperado sin poder hablar. Quiso preguntar, fue su intención pero fue inútil: vomitó ahí mismo. Un vómito de pedacitos de carne con algo de verdura mal digerida. A mí me pasó una vez, lo de las verduras.

Los de las mesas cercanas corrieron su silla un paso para atrás. Nosotros nos pusimos de pie y Ezequiel no levantaba la cabeza. Un mozo le indicó dónde estaba el baño y salió corriendo hacia ahí. Una música de ranchera, que apenas se escuchaba hasta ese momento, fue puesta a un volumen alto. Aquí, señores, no pasó nada. Es sólo uno de los veinticuatro mil tontos que creyeron poder comerse nuestro bife de setenta y dos onzas y que murieron en el intento.

Con Pablo fuimos detrás de Ezequiel. El baño era más grande que mi casa de Lanús. Al entrar, me vi al espejo y no me imaginaba que mi aspecto fuera el de una lagartija vestida con harapos. Ezequiel se había encerrado en un baño y vomitaba con convencimiento.

Salió del cuartito y fue hacia los lavatorios. Se lavó la cara y se mojó el pelo. Miró si su remera: se había manchado algo. Algo.

—¿Estás bien?

—Me faltó un poquito así. Creo que me cayó pesado el pancito con manteca.