V

—Sos mi ídola —agregué.

Pablo y Ezequiel también la ubicaron enseguida. Si habíamos tardado tanto en reconocerla, era por la oscuridad de la noche y por la cámara delante de su cara.

—Filmamos varias veces en Europa pero nunca fuimos a Sudamérica. ¿Creen que estaría bueno que vaya para allá?

—Sí —gritamos esta vez los tres.

Nos contó que estaban haciendo una película nueva que se llamaba Christine va a la ruta 66. Bruno la acompañaba y a veces manejaba la cámara.

Le pregunté si le molestaba que le sacara una foto y se rió.

—Todas las que quieras.

El viento en el auto descapotable hacía que los cabellos de Christine volaran y que su vestido floreado flameara como una bandera. Ella ponía caritas para mis fotos. Le saqué como cincuenta en diez minutos.

—Vamos a un bar de la zona, ¿nos acompañan? —preguntó Christine.

Es cierto: estábamos apurados, teníamos que llegar a Window Rock lo más pronto posible, pero ya era tarde, había que descansar y por qué no tomar una gaseosa en compañía de Christine.

Bruno estacionó el auto delante de un bar que no tenía ventanas. Sólo un cartel luminoso que decía «Bada Bing!» y en el que había dibujado en neón una chica recostada. Christine encendió la cámara y dijo:

—Aquí estamos con nuestros fans argentinos, pero no los vamos a mostrar porque son menores.

Igual nos hizo un paneo con su cámara y yo seguía sacándole fotos.

—Dame la cámara —me dijo Bruno—. Pónganse a los costados de Christine.

Pablo se puso de un lado, yo del otro y Ezequiel de mi lado estiraba el brazo para tocar el hombro de Christine. Ella me tomó de la cintura. Maravilloso descubrimiento: era un ser corpóreo de tres dimensiones. No una imagen en el monitor.

Entramos en el bar. Estaba muy mal iluminado, sobre todo las mesas. Así iba a ser difícil ver lo que nos servían. Lo bueno era que, como no nos veían bien, no nos iban a echar. Nos sentamos en unos cómodos sillones cerca de un escenario que estaba vacío.

Bruno y Christine pidieron agua Evian y un sándwich de pechuga de pavo, panceta y jamón. Nosotros, unas Shweppes. Tampoco era cosa de andar pidiendo gaseosas dulces.

Al rato salió al escenario una chica que despertó muchos aplausos entre la clientela del Bada Bing!, básicamente masculina. Un presentador dijo que era «Margarita, la joya de Texacola». La chica iba vestida como una mariachi. El vestuario era un esfuerzo de producción poco aprovechado, porque en menos de cinco minutos sólo le quedaba puesta una bikini con la bandera de México.

Terminó su espectáculo bajo una catarata de aplausos. Christine le dijo a Bruno:

—Definitivamente, es ella.

Bruno llamó a la moza, le pidió algo y al rato trajo una vuelta de bebidas más y otro sándwich.

—Dice Margarita que pueden pasar —dijo la moza.

Cuando terminaron sus consumiciones, Bruno y Christine se pusieron de pie. Nosotros hicimos lo mismo.

—Ustedes, chicos, mejor quédense acá.

Esperamos una hora, en la que vimos otro espectáculo muy instructivo de las gemelas Bom y Bum. Christine y Bruno no aparecían.

La moza se nos acercó y nos dijo:

—Son 116 dólares.

Nos miramos. Tomé la cuenta. ¿Diez dólares un agua Evian? ¿Veinte dólares un sándwich? Lamentablemente, Bruno y Christine iban a tener que pagar su parte.

—Estamos esperando a unos amigos.

—¿Los cineastas? Se fueron con Margarita y dijeron que ustedes pagaban la cuenta.

Pablo sacó su plata. Contó tres veces los billetes y le dio 127 dólares. No dejar propina podía ser mortal en un bar de Estados Unidos. A la moza le tuvo que haber parecido insuficiente, porque nos miró con desprecio y nos dijo en perfecto español:

—Pendejos tacaños.

Salimos del Bada Bing! a medianoche. El auto de Christine y Bruno ya no estaba en la puerta.

—Mejor va a ser que busquemos un hotel para pasar la noche —dijo Ezequiel.

—Espero que a vos te quede plata, porque yo ya estoy en las últimas y a éste se la sacaron en el micro.

—Me quedan ocho dólares —me defendí.

Caminamos por la ruta y a doscientos metros del Bada Bing! vimos un cartel que decía «Motel Wichita» y más abajo: «aquí durmió Elvis Presley». Entramos y pedimos una habitación triple. El recepcionista leía una revista y masticaba chicle. Nos dijo que triple no había, pero que podían darnos un tercer colchón para tirar en el piso. Eso era más barato que dos habitaciones. Llenamos las fichas con nuestros datos y el recepcionista ni las miró. Tampoco nos miró a nosotros. Apareció una mujer negra que nos llevó a la habitación y nos trajo un colchón. No nos agradeció el dólar que le dimos de propina. Ahora me quedaban siete.

Nos turnamos para darnos una ducha y con el agua nos bajó todo el cansancio de ese día. Pedimos que nos despertaran a las ocho.

—No quiero ser pesimista —Ezequiel se tiró sobre el colchón, yo me acosté en una de las camas—, pero miren si todo esto es inútil, si ya mataron a alguien más en Springfield.

—Ahora no podemos volver.

—No, yo no digo eso. Sólo me pregunto si no estamos haciendo las cosas mal. Si no estamos yendo a la reserva india al pedo. ¿Y si Lou está equivocada?

—Si Lou lo dijo, es porque tiene pruebas.

—Exacto.

—Muchachos, yo no quiero ser el pesimista de esta historia, pero ustedes dos confían demasiado en Lou.

Ni Pablo ni yo teníamos fuerzas suficientes para discutir. Pusimos la tele. Había un partido de básquet en el que San Antonio Spurs le ganaba fácil a Miami Heat. Festejé un triple de Ginóbili y me quedé dormido. Soñé toda la noche con Christine. El sueño estaba en una dimensión tan lejana de la realidad como de Internet. No sé si sueño en colores, ni si hay olores en ellos, pero sí sé que en ese sueño Christine tenía la piel suave.

Me despertó el teléfono. Estaba transpirado por el calor que hacía y por el largo sueño con Christine. Eran las ocho de la mañana, nos quedaban pocos dólares, muchas dudas y 873 kilómetros por delante.