III

—¡Rajemos! —gritó Pablo y corrimos hacia la ruta. El traqueteo de un tren nos detuvo al llegar a las vías y nos impidió el paso. En la máquina decía «farmrail» y llevaba vagones de carga. Iba despacio como todos los trenes de carga.

—¿Son alas de avión? —preguntó Ezequiel. Realmente parecían alas. Cada vagón cargaba una. Iban envueltas en un plástico blanco.

—O velas de veleros —me pareció por el tamaño y por la cantidad.

—Subamos —propuso Ezequiel.

Nos pusimos en línea los tres y al grito de Ezequiel saltamos arriba del vagón tratando de no golpearnos con las cuerdas de metal que ataban las alas o velas. Una vez arriba, nos miramos, miramos el pueblo de Foss que quedaba atrás. ¿Podría el cabo Polonio llegar hasta su auto y seguirnos? ¿O moriría desangrado y se convertiría en un fantasma más de ese pueblo?

Apoyamos las espaldas contra la supuesta ala de avión y miramos el paisaje: campos solitarios y un cielo con estrellas que se te caían encima. Daba gusto viajar así. Puse la cámara sobre un costado de la vela y la programé con el disparador automático en modo «paisaje nocturno». Después le saqué una foto con flash a cada uno de los chicos.

—Despiértenme cuando lleguemos a la reserva india.

El Equi se recostó y cuarenta minutos después se tuvo que sentar. El tren se había detenido. Era una estación ferroviaria con las luces apagadas. Un cartel anunciaba «Elk City».

—¿Qué hacemos?

No necesité respuesta. Un tipo con una linterna nos gritó «hey, ustedes». Sonó un silbato y a los lejos se encendió la luz de una casilla y empezamos a escuchar los ladridos de una jauría. Bajamos de un salto y antes de ponernos a dar comprometedoras explicaciones, salimos corriendo. Cruzamos las vías sin mirar atrás. A lo lejos se veían las luces de una ruta. Corrimos hacia allá y llegamos transpirados y sin aliento. Recién entonces miramos hacia atrás: no nos había seguido nadie.

Otra vez en la ruta. Buscamos un cartel indicador y encontramos uno que decía «Ruta 34-Elk City». Caminamos por esa ruta y vimos con alegría que había luces, gente, autos. La humanidad me parecía maravillosa. Un cartelito pequeño, en una esquina, indicaba que por esa calle pasaba la vieja ruta 66. La sensación de estar seguros en ese lugar nos abrió el apetito.