—Hasta el mono era más lindo que esas dos —dijo Ezequiel sin faltar a la verdad.
—Lo bueno sería que ahora pasara la policía, nos reconociera y nos llevara a nosotros.
Pablo era excesivamente pesimista. La policía no pasó ni tampoco nadie dispuesto a llevar a tres jóvenes en su vehículo. Caminamos y a los pocos minutos encontramos un cartel que decía «Foss: una milla».
Cruzamos la intersección con la ruta 40 y tomamos para el lado derecho, hacia una especie de arroyo cruzado por un camino que, supuestamente, llevaba al centro de Foss. Después del arroyo estaban las vías del ferrocarril y, del otro lado, el pueblo.
—O se acaba de cortar la luz, o es una gente muy ahorrativa —dijo Ezequiel cuando nos acercamos. Apenas había unos faroles encendidos en las calles y ninguna luz dentro de las casas. Recorrimos Foss: tenía apenas tres calles de ancho por tres de largo. Había negocios, bares, oficinas públicas: todo cerrado. De las pocas casas que encontramos, no salía ningún sonido.
A lo lejos se oyó una ventana cerrándose.
—Macho, si en la cuadra que viene se aparecen todos los muertos vivos o Gasparín, el fantasmita amigable, no me sorprendería —dijo Ezequiel.
Ojalá hubiera aparecido un fantasma. Pero no, en su lugar había un auto que encendió las luces. Alguien salió de adentro del vehículo.
—Yo no creo en fantasmas, pero que los hay, los hay Los estaba esperando.
Era la voz del cabo Polonio.
Quedamos enfrentados en medio de la calle desolada. Podría haber sido un duelo de vaqueros a punto de desenfundar sus armas, salvo por dos detalles: nosotros no llevábamos ningún arma y el cabo Polonio ya nos estaba apuntando con un revólver.
—Mis colegas van a lamentar no saber qué iban a buscar a Amarillo. Ya saben: muerto el acusado, fin de la investigación.
Retrocedimos un paso. El cabo Polonio avanzó hacia nosotros. Por detrás de él venía rodando una de esas bolas de ramas secas que suelen atravesar las calles polvorientas de todo western que se precie de tal. No era una bola grande como para voltearlo al piso, pero lo suficientemente inquietante como para asustarlo. Ese amasijo de ramas le dio en las piernas y el cabo Polonio dio un salto con tal mala suerte que se cayó. Un disparo se le escapó del arma y al ruido del disparo le siguieron gritos e insultos. El cabo Polonio se había herido a sí mismo.