El pulgar apuntando hacia adelante, hacia el Oeste, y la sonrisa más seductora que fuera también la más inofensiva. Así estuvimos más de media hora, pero algo deberíamos estar haciendo mal porque ninguno de los miles de autos que pasaban se había dignado a frenar para llevarnos.
—Se me cansa el brazo.
—A mí la mandíbula.
En ese momento apareció. En realidad, antes de verlo, lo escuchamos: una bocina de un barco o un avión. Luego lo vimos a lo lejos, girando en la última curva que habíamos dejado atrás: un camión con acoplado enorme que venía a bastante velocidad. Jamás pensamos que fuera a detenerse, pero hicimos dedo maquinalmente. El camión pasó como una ráfaga y treinta metros más adelante se detuvo. Corrimos.
—¿Adónde van, muchachos?
—A Window Rock, Arizona.
—Yo voy hasta California, así que los dejo de paso. Suban.
Nunca había subido a un camión y éste era espectacular: tenía un acoplado de media cuadra y una cabina que tranquilamente podía ser un departamento de dos ambientes. Para subir, había una escalera plateada que cortaba el rojo y el blanco de todo el camión. Nos acomodamos en la amplia cabina: Pablo del lado de la ventanilla, Ezequiel codo a codo con el conductor y yo en el medio. El camionero era un viejo gordo al que la remera musculosa no le ayudaba a tapar toda la panza, con barba sin afeitar desde hacía varias semanas, el pelo castaño en los costados y una incipiente calva en el medio. No parecía muy adicto a la limpieza: había colillas de cigarrillos, envoltorios de sándwiches, latas vacías de cerveza y alguna botella debajo de nuestros pies.
—Mi nombre es Billie Joe McKay —dijo—. Pueden llamarme B. J.
Dijimos nuestros nombres. Ya me estaba poniendo cómodo para disfrutar del paisaje del estado de Oklahoma cuando una mano proveniente de la parte de atrás de la cabina se posó en mi hombro. Era una mano peluda, grandota, que apretó firme mi hombro derecho. Menos mal que me apretó, porque del susto me hubiera estrellado contra el parabrisas.
No era una mano. Era la garra de un mono.
Me tiré hacia el lado de Pablo y Ezequiel dudó entre tirarse sobre el camionero o aceptar la caricia que quería hacerle el chimpancé que venía en la parte de atrás.
—Y él es Bear —dijo B. J.—, mi mejor amigo.
El chimpancé llevaba un sombrero de aristócrata inglés y una remera que decía «Bush: yo no lo voté». El mono nos miraba sorprendido. Parecía ser tan viejo como su dueño. Traté de recordar si los monos mordían. Seguro que sí.
—Qué original —dijo Ezequiel haciendo equilibrio entre el cuerpo del camionero y el brazo extendido del chimpancé—, ponerle «Oso» a un mono.
B. J. lo miró serio:
—Bear es mi mejor amigo.
—Nosotros tenemos un equipo que se llama The Monkeys.
B. J. nos miró como si Pablo hubiera dicho algo malo. Se estiró hasta la guantera, sacó un paquete de galletas y se las dio a Bear. El mono tomó el paquete y se acomodó en la parte de atrás, olvidándose de nosotros. Lentamente volvimos a ocupar el respaldo del asiento con nuestras columnas vertebrales. B. J. sacó de su costado una botella envuelta en papel madera. Le sacó el papel que tiró por la ventanilla y la destapó. Parecía whisky. Tomó un largo trago del pico y nos ofreció la botella.
—Bourbon Jim Beam —dijo—, la bebida de los vaqueros.
Rechazamos la invitación con la mayor simpatía que pudimos. Él no se sintió herido por el desplante, muy por el contrario, tomó tres tragos más en nuestro homenaje. Guardó la botella de donde la había sacado y se limpió la boca con la mano.
—Ah, muchachos, no hay nada como ir en un camión por las rutas de América. Se los aseguro. Hace treinta años que las recorro desde Canadá a México, desde Las Vegas a Miami. Miren allá —y nos señaló adelante—. Fíjense atrás —miramos por el espejo retrovisor—. Aquí y allá está la aventura, les aseguro. Y lo más importante: mujeres hermosas. Las más hermosas de América.
Cuando hizo un silencio para volver a tomar de la botella de bourbon, aproveché y le pregunté:
—¿Y siempre transporta los mismos productos?
—Por lo general, sí. Mejor dicho, los productos cambian, aunque desde hace casi diez años que me dedico a lo mismo.
Tomó otro trago, dejó la botella, se rascó el sobaco derecho con la mano izquierda y agregó:
—Llevo contrabando. Les aseguro que es muy divertido.