Nos llevó un par de minutos poder reaccionar.
—Tenemos que llegar a Window Rock lo más pronto posible. No podemos esperar.
Pablo tenía razón.
—Lo bueno es que el tipo cree que vamos hacia Amarillo.
—La vendedora de pasajes ni le habrá entendido lo que le preguntó.
—O le entendió y le mintió a propósito.
—Si era por mentirle, le hubiera dicho que íbamos a Miami.
Teníamos que salir de ahí sin que el cabo Polonio nos viera. Le preguntamos a la moza si había otra salida que la entrada a la cafetería. Como nos miró raro, le tuvimos que dar una explicación y en este caso nada mejor que la verdad: el tipo que se había sentado con nosotros a la mesa era un policía que estaba esperándonos afuera.
La moza nos llevó detrás del bar. Había un patio con cajones de bebidas y una pared no muy alta que daba a un callejón, por el que se salía a una avenida. Mientras calculábamos cómo subir por la pared, la moza volvió a aparecer y nos alertó:
—Apúrense, que el policía volvió a entrar al bar.
En un segundo estábamos colgados a la pared y al segundo siguiente caíamos pesadamente del otro lado. Recorrimos los cien metros del callejón batiendo algún récord de velocidad. Llegamos a la avenida, la cruzamos y seguimos un par de cuadras más hasta que encontramos una calle tranquila en la que podíamos recuperar el aire. Los pulmones me salían por los ojos.
Más tranquilos, llegamos a un parque enorme y nos mezclamos entre los paseantes. Debían ser ya más de las seis de la tarde, pero el sol seguía pegando duro. Caminamos entre la gente hasta que dimos con una especie de arco del triunfo, a través del cual se veía un pequeño lago rodeado de césped. Sobre la construcción, había un número: «9.03». Un cartel explicaba qué significaba. Se trataba de un monumento en homenaje a las víctimas de un atentado que había ocurrido en el ‘95 cuando un tipo había puesto una bomba en un edificio federal y había muerto un montón de gente. «9.03» era la hora en la que había explotado la bomba. Las fotos de las víctimas me recordaron a esa casilla escondida en la Villa Fiorito en donde la gente del barrio lleva las fotos de los chicos asesinados por la policía.
—Se parece a la casilla de Fiorito —dije. Pablo meneó la cabeza.
—Sí, pero con algunas sutiles diferencias. Esto lo hace el Estado, lo visita todo el mundo, el tipo que puso la bomba fue juzgado y condenado…
Nos alejamos del monumento y empezamos a pensar cómo hacer para no volver a cruzarnos con el cabo Polonio.
—El tipo cree que vamos a ir por la interestatal 40 hasta Amarillo.
—Una razón más para ir por la ruta 66.
Nos quedamos mirando el lugar un rato, especialmente los rayos de sol que caían sobre el lago como si fueran palitos chinos dorados. No daban ganas de salir a la ruta, pero se estaba haciendo tarde. Caminamos hasta la calle 39, que según nuestra guía ya era la ruta 66. Todavía estábamos en la ciudad, así que decidimos avanzar un poco antes de hacer dedo. De a poco, el paisaje fue cambiando: los edificios y negocios dejaron paso a moles de cemento que debían de ser depósitos. Los negocios que aparecían se dedicaban a maquinarias para el campo o repuestos de autos. Después de una media hora de caminata, las edificaciones habían quedado atrás y sólo había pasto a los lados de la ruta 66.
—¿Hacemos dedo? —dijo Equi.
—Hagamos.