—Usted no puede acercarse a nosotros. Hay una orden de restricción —dijo Pablo.
—Muchachos, la justicia es lenta. Aquí y allá. Además, ¿qué van a hacer? ¿Van a avisarle a la moza que no puedo estar en la mesa con ustedes? Dejen, yo la llamo.
La moza se acercó y el cabo Polonio dijo «uan cofi».
—¿Café regular?
—El que quieras, linda —dijo en español.
—Si cree que no vamos a informar a nuestra abogada…
—Por lo visto y por lo oído, están apurados por llegar a Amarillo. ¿No me van a preguntar qué hago acá, cómo sé adónde van?
Nos quedamos callados.
—Bien, les cuento igual. Estoy haciendo una changuita. Unos amigos que ustedes ya conocen me contrataron, informalmente por supuesto, para no perderles pisada. A ellos se les hacía difícil porque tienen muchas ocupaciones. Me consiguieron un auto y todo. No es un Mercedes, pero anda lindo. Cuando vi que se bajaron acá del ómnibus, pensé que se iban a quedar en Oklahoma. Pero al ver que querían sacar otro pasaje, fui detrás de ustedes a la ventanilla de ventas y le pregunté a la vendedora. Qué increíble, le mostré mi placa de policía de la Bonaerense y fue suficiente para que respondiera a todas mis preguntas. La placa de policía es un lenguaje universal.
Se tomaba su café con la tranquilidad de un amigo que contaba una anécdota graciosa.
—Si quieren, puedo alcanzarlos hasta Amarillo.
—No, gracias.
—Bien, no importa. Yo voy a estar cerca de ustedes. No lo tomen como una amenaza, pero la verdad es que me interesa muy poco lo que van a hacer a ese lugar. Yo lo único que quiero es una oportunidad de que nos quedemos a solas. Ustedes y yo. Insisto: no lo tomen como una amenaza. Es más bien una profecía: estoy seguro de que por lo menos uno de ustedes se va a quedar en algún cementerio de Norteamérica.
Se levantó y se fue con paso cansino. Encima, no pagó su café.