V

—Ciudad de Oklahoma, es tan bonita que… —cantó Ezequiel poniendo vos aguardentosa como la de Pappo cuando nos bajamos del ómnibus. El Equi y Pablo abarcaban con la vista todo el ancho de la terminal, como si hubiéramos llegado allí para visitar la ciudad. Yo, en cambio, estaba todavía bajo los efectos de la «Amenaza Janice».

—Extraño mi walkman —se lamentó Ezequiel.

—Chicos, ¿les queda plata todavía?

—Obvio, ¿a vos no? —preguntó Pablo.

—No.

Les conté lo que había pasado arriba del ómnibus. Cuando terminé, se quedaron serios, con una mirada indefinida entre el desprecio y la lástima.

Una vez más, no conseguimos pasajes para Window Rock. Pero tampoco había para Gallup, ni para Alburquerque, ni para Amarillo ni para ninguna ciudad hacia el oeste de Oklahoma. Teníamos más de 1100 kilómetros por delante y no había forma de tomar ningún micro. Salimos de la terminal y caminamos sin rumbo hasta que entramos en una cafetería. Nos pedimos unos sándwiches y unas gaseosas. Estiramos el mapa sobre la mesa y observamos los caminos. Podíamos ir por la ruta interestatal 40 o tomar la vieja ruta 66, que iba paralela a la 40.

—Yo creo que si vamos por la 66 hay más posibilidades de que nos den un aventón —afirmó Pablo.

—¿Un qué?

—Un aventón, hacer dedo.

—Hay que tomar la interestatal 40 —dije con énfasis y de manera terminante, porque me pareció que Pablo se dejaba llevar por sus intereses literarios.

—Es cierto, para llegar a Amarillo hay que tomar la 40.

Levantamos los tres la vista. Su cuerpo se recortaba a contraluz y no se lo veía bien. Pero la voz era inconfundible. El cabo Polonio se acercó y apoyó su dedo sobre el mapa. Después se sacó los anteojos de sol que llevaba y se sentó en la cuarta silla de nuestra mesa.