Había dos posibilidades. O Janice estaba loca y había matado a su novio y era una persona peligrosa, o estaba loca y había inventado esa historia del asesinato y, por lo tanto, era una persona peligrosa. Qué bueno cuando la vida te ofrece opciones.
Janice se perdía en detalles que mi memoria había decidido no incorporar. Sólo sentía el bisbiseo de su voz cantarina, aguda y alegre como la de esas tías que uno nunca quisiera tener. No sé en qué momento había apoyado su mano en mi rodilla y me dijo:
—Ustedes los mexicanos que son tan serviciales, ¿por qué no me traés un café?
Me levanté como un autómata sin emitir sonido, levemente liberado por tener que ir hasta el fondo del ómnibus. Pasé por delante de los chicos que dormían con la boca abierta. Pensé en detenerme y contarles, pero algo me hizo dar vuelta y vi, bien adelante, los ojitos de Janice que me observaban. Sólo sus ojos, por lo que no sé si se sonreía o si me miraba con cierta agresividad. Yo sonreí y fui hacia el café. Lo serví, me quemé la mano, insulté por lo bajo y regresé a mi asiento.
Me volvió a preguntar la edad. Me contó que tenía un hijo apenas mayor que yo. Creo que se le llenaron los ojos de lágrimas cuando lo dijo, pero se quedaron ahí, en sus ojos. No veía a su hijo desde hacía años. No entendí bien si el padre no lo permitía o si su hijo se había ido. Sin solución de continuidad, me contó que si no hubiera sido por su hermano, no habría sabido qué hacer con el cadáver de su novio.
—Seguro que al cuerpo lo cortó en pedacitos. Siempre hacen lo mismo —agregó, y no supe si lo decía con orgullo o con asco. Yo no quería saber nada más de esa charla. Cada vez que amagaba entrecerrar los ojos y hacerme el domado, ella añadía una frase más. El micro debía ir a cien por hora por la autopista casi sin tráfico. Para mí, iba a paso de hombre; los kilómetros se me estiraban como una muzarella bien caliente.
En un momento, cerré los ojos y decidí empezar a roncar. No había lanzado mi primer ronquido cuando me tomó el brazo con fuerza y con tono de horror me dijo:
—No me extrañaría que mi hermano me estuviera esperando en Oklahoma.
—¿No vive en Nueva Jersey?
—¿No entendés? Es capaz de haber hecho el camino en auto, llegar antes que yo y esperarme para terminar conmigo.
—¿Terminar?
—Matarme.
—¿Pero por qué te va a matar si él te ayudó?
—No entendés cómo funciona la mafia. Me ayudó para que los demás capos no creyeran que yo maté a su socio en su nombre. Pero ahora, para quedar bien con ellos, es capaz de liquidarme. Para mostrar cómo hace justicia.
El argumento me parecía demasiado complejo, cuando no rebuscado. Sin embargo, agregó algo más que me quitó las ganas de seguir razonando.
—Además, es capaz de matarte a vos o a todos los que están en este micro.
Tragué saliva.
—Ya sé —dijo iluminada—, voy a bajarme en Edmond y cuando el micro llegue a Oklahoma, no sabrá dónde me bajé.
Me parecía una excelente idea que se bajara. Apenas faltaban dos kilómetros para llegar a Edmond, así que apoyé fervorosamente su propuesta.
—Pero hay un problema. No tengo dinero suficiente para ir por otro camino. Tal vez sea mejor ir hasta Oklahoma y que sea lo que Dios quiera. O vos me podrías prestar plata y, si me das tu dirección, en cuarenta y ocho horas te la envío.
Debo reconocer que a esta altura estaba lo suficientemente confundido como para no saber cómo reaccionar. Sin embargo, con la última gota que me quedaba de valentía, le dije:
—Mmmnnoo, no puedo darte plata… la necesito.
Me miró como deben mirar los asesinos seriales a su nueva víctima.
—Creo que no entendiste —abrió su cartera y me mostró; adentro tenía un arma—. ¿Sos consciente de que maté a la persona que amaba y que no quiero morir en manos de mi hermano mafioso? ¿Entendés a lo que estoy dispuesta?
El micro ya entraba en la terminal de Edmond. Saqué de mis bermudas la plata que llevaba encima.
—Dejame ver —dijo y tomó el dinero. La contamos: había ciento ochenta y ocho dólares. Separó ciento ochenta y me devolvió ocho—. Dale, anotame tus datos en este papelito. —Miró la dirección que había anotado y dijo—: ¿Argentina queda en México?
Cuando terminé de aclararle nuevamente que no, el ómnibus ya se había detenido. Ella tomó su bolso, pasó por encima de mí pisándome los dos pies y me saludó:
—Sos buena gente. Si en Oklahoma alguien te pregunta por mí, nunca me viste. Nunca supiste nada de mí.
Y se fue. El ómnibus volvió a arrancar y yo me quedé mirando el techo con la sensación de haberme salvado de algo muy peligroso. En mi mano izquierda apretaba los ocho dólares que me habían quedado. Así permanecí hasta que el micro llegó a Oklahoma, veinticinco minutos después.