III

De a poco, el traqueteo suave del micro me fue llenando de una modorra muy placentera. Trataba de pensar en las chicas de la escuela George Maharis, pero siempre terminaba pensando en Lou. Ojalá su padre llegara pronto y la liberaran. Quería imaginar su cara de felicidad cuando regresáramos con su computadora sana y salva y las pruebas del crimen del profesor. Aunque también había posibilidades de que no le causara ninguna gracia que nos metiéramos en su compu. Prefería imaginar la primera posibilidad.

Estaba dormitando. Lou me tomaba el brazo como agradecimiento y me miraba a los ojos. Sin embargo, la que me estaba tomando del brazo era la mujer sentada a mi lado.

—¿Dormías?

—No —mentí.

Me preguntó qué hacía viajando con amigos. No le conté las razones por las que estábamos arriba de ese micro. No obstante, le expliqué detalles del intercambio estudiantil. Ella no sabía bien dónde quedaba la Argentina.

—¿Está en México, no?

Le expliqué que no. No sirvió de mucho porque más de una vez comenzó una frase diciendo «ustedes los mexicanos…». Era una mujer extraña. Tenía una simpatía que parecía esconder algo diabólico.

El ómnibus devoraba carteles de ciudades sin detenernos. Mount Vernon había quedado atrás y un cartel nuevo indicaba la ciudad de Joplin a una milla. Fue justamente entonces cuando me preguntó mi nombre y me dijo el suyo.

—Janice.

Ella vio mi mirada sobre el cartel de la autopista y se sonrió.

—Yo me llamo Janice con c y e. La cantante era Janis. Pero nos parecemos, ¿no?

Yo asentí. La verdad es que se parecía tanto a Janis Joplin como Michael Jackson a Madonna. Para cambiar de tema, le pregunté si vivía en Oklahoma. Janice puso cara de tristeza. Antes de que se me ocurriera alguna pregunta tonta para volver a cambiar de tema, me dijo:

—Vivía en Nueva Jersey, pero me tuve que ir.

Me contó una historia complicadísima: que su madre había muerto hacía unos meses en Nueva Jersey, que había ido a cuidarla, pero que su hermano, una muy mala persona según Janice, le había hecho la vida imposible. Me contó que igualmente ella se quedó en lo que había sido la casa de su madre y que, al poco tiempo, se había enamorado de un socio de su hermano. Que estaban por casarse, pero que después él demostró tener la misma personalidad violenta que su hermano. Y ella no lo soportó.

—Mirá, vos me caés muy bien así que voy a contarte la verdad: tanto mi hermano como mi prometido pertenecen a la mafia.

—Ajá —dije yo y maldije el momento en que me había sentado en ese lugar.

—Sí. La mafia italiana.

Ah, como en Buenos muchachos.

—Un poco más violentos, te diría.

Yo seguía poniendo cara de nada, pero seguramente el rostro se me transformó en un rictus entre sorprendido y aterrado cuando me dijo:

—Te voy a decir algo: mi prometido me pegó. Así que yo agarré un revólver y lo maté. Un solo tiro en medio de la frente. Pobrecito. Ese malnacido no le pega más a nadie.