I

Era mayo, primavera en esa parte del mundo y, sin embargo, hacía un calor digno de una jornada veraniega. Es el cambio climático, hubiera dicho mi tío Roberto moviendo la cabeza con abatimiento, a la vez que hubiera empezado una larga diatriba contra las acciones del hombre en el Amazonas, los sprays, la combustión, la polución ambiental y los países que no firmaron el Protocolo de Kyoto. Lo cierto es que hacía calor. No ese calor húmedo y pegajoso que asoma por Buenos Aires en noviembre, sino un calor seco, árido, como el que siempre aparece en las películas de vaqueros. Y nosotros teníamos que viajar hacia el Oeste a una reserva india. Tantas veces había jugado de chico a los vaqueros que extrañaba no tener a mis flancos dos buenos Colts y un sombrero de ala ancha. Caminamos con paso largo y lento. Tres Clint Eastwoods, más o menos.

La terminal de ómnibus quedaba en las afueras de Springfield, donde se podían ver las carreteras que se cruzaban como en una pista de Hot Weels llena de curvas y puentes. Era una terminal solitaria. No había negocios que vendieran alfajores o recuerdos, ni tiendas de ropa para la montaña o la playa, ni jugueterías, ni librerías. Sólo un bar y un servicio de alquiler de autos. Había pocas personas, por lo que supusimos que no debía resultar difícil conseguir tres pasajes para Window Rock.

Difícil no: imposible. El ómnibus que más se acercaba a la capital de la nación Navaja era uno que salía el jueves rumbo a Alburquerque.

—No podemos esperar dos días —dijo Pablo—. Saquemos pasajes en cualquier micro que vaya hacia el Oeste y listo.

—¿Y listo qué?

—Y nos vamos acercando.

—¿Y si tampoco conseguimos pasajes donde lleguemos?

—Qué sé yo. Compramos unas motos, hacemos dedo, nos colamos en un tren.

Pablo había leído demasiados libros. Igualmente le hicimos caso. Había un micro proveniente de Nueva Jersey que salía para la ciudad de Oklahoma en una hora. Compramos los pasajes y fuimos a hacer tiempo al bar. Nos pedimos unas hamburguesas con pepinos y queso, y unas Coca-Colas. Ahí mismo compramos un mapa rutero para turistas que marcaba el recorrido de las ruinas de la ruta 66 y de las actuales autopistas interestatales. No avanzábamos mucho yendo a la ciudad de Oklahoma, pero algo era algo. Unos 460 kilómetros en 1600.

Comimos las hamburguesas sin sacar los ojos del mapa y calculando el tiempo que nos iba a llevar el recorrido. Si no hubiéramos estado tan apurados, nos habría gustado seguir unos kilómetros más y visitar el Gran Cañón del Colorado, del otro lado de la reserva india.

Puse la cámara en la otra mesa, programé el disparador automático y saqué una foto de nosotros tres y el mapa, nuestro guía en los próximos dos días. Dos días, siempre y cuando todo saliera bien.