II

El martes nos levantamos más temprano que nunca. Nos preparamos el desayuno nosotros, porque los White todavía no se habían levantado. Tampoco queríamos que se enteraran adónde íbamos. Sólo tomamos leche con cereales. Por las dudas, llevamos los pasaportes y dinero como para volver en avión en caso de que fuera necesario. También decidí llevar mi Nikon. Pasara lo que pasase, sería digno de fotografiarse.

A pesar de que recién estaba amaneciendo, se notaba que iba a hacer calor. Caminamos hasta la terminal. Nuestro ómnibus llegó puntual. La autopista que unía las dos Springfield seguía el recorrido de la vieja ruta 66, por lo que Pablo estaba especialmente exultante. Pablo y Ezequiel se sentaron en un asiento y yo en el de adelante sin ninguna compañía. Un doble asiento para mí solito.

Me quedé dormido enseguida y me desperté recién en St. Louis, donde el micro hizo una parada. Al salir de St. Louis, después de observar la rivera del río Mississippi, me volví a quedar dormido y abrí los ojos justo cuando pasábamos por un cartel que anunciaba que estábamos llegando a Cuba. Luego de un segundo de desconcierto, confirmé que se trataba de una ciudad con ese nombre. Me estiré en mi doble asiento con la cabeza hacia la ventanilla y los pies apuntando al pasillo. Cuando volví a mirar, estábamos entrando en la ciudad de Springfield, estado de Missouri.

Desde la terminal, caminamos hasta la calle Sunshine y fuimos hacia el Oeste en busca de Kansas Expressway, bien lejos del centro de la ciudad. En el cruce de esas dos calles debíamos encontrar el Centro Médico para Presos Federales, una cárcel que era también un hospital.

Cuando lo divisamos a lo lejos, Ezequiel dijo:

—Si eso es una cárcel, ya estoy cometiendo un delito.

La prisión de Springfield estaba rodeada de un parque que haría palidecer a los jardines de los castillos franceses. Al fondo se veía una construcción sólida de ladrillos de unos cinco pisos por unos ciento cincuenta metros de ancho. Delante, presidiendo el lugar, un mástil altísimo con la bandera norteamericana.

En la vereda, antes de ingresar a los caminos rodeados de verde, una veintena de personas caminaba en forma circular con unas pancartas. Entre ellas estaba Lou. Nos vio llegar y movió su pancarta con alegría. Como si siempre hubiera sabido que íbamos a ir a pesar de la distancia.

—Vengan, circulen con nosotros para que no los detenga la policía. Ésta es mi familia.

Escuché que Ezequiel le decía por lo bajo a Pablo:

—Linda tu familia política.

Lou nos aclaró:

—No es que sean todos primos o tíos. Son de la gran familia india. Hay chippewas como mi abuelo y mi madre, navajos, hopis, zunis, lakotas, cherokees, osages…

Debía haber uno de cada etnia porque en total había dieciocho personas más nosotros. Le pregunté a Lou si podía sacar fotos y me dijo que no había problemas. Tomé desde adentro del círculo de personas y después me alejé para fotografiarlas con el hospital-cárcel de fondo. Las pancartas y carteles repetían el pedido de libertad para Leonard Peltier. Como una letanía, nuestras voces volvían una y otra vez a lo mismo: «Leonard Peltier libre».

En un momento, un hombre de unos treinta años que parecía conducir al grupo dio una indicación y marchamos en fila india (nunca más acertada la expresión) hacia la entrada principal ante la mirada expectante de los agentes de seguridad. Llegamos y nos sentamos. Un uniformado se acercó a nuestro guía y le habló. Nuestro conductor negó con la cabeza y dijo algo que no llegué a escuchar. El uniformado se resignó y se fue.

—Esta historia ya la conozco —dijo Pablo—, en unos minutos aparece la infantería con los caballos.

La infantería no apareció, pero no habían pasado tres minutos que nos habíamos acomodado en el piso de la entrada cuando aparecieron cinco patrulleros, dos carros de asalto y otro de esos que se usan para trasladar presos. Desde el interior de la cárcel avanzaba hacia nosotros otro grupo uniformado. Saqué unas fotos hacia los patrulleros y un par al grupo de guardiacárceles que se acercaba. Ezequiel me dijo:

—Guardá la cámara.

Tenía razón. Me colgué la cámara por debajo de la remera. Un segundo más tarde teníamos a los policías sobre nosotros. Llevaban los típicos palos de la policía de cualquier parte del mundo. Una de las ventajas de la globalización es que se pueden prever los movimientos universales de la cana. Primero intentaron llevarse a algunos y, ante el incordio de tener que arrastrarlos, empezaron a caer sobre nosotros una lluvia de palazos que reíte de la Bonaerense en unos de esos días malos. Cuando me quise dar cuenta, me habían metido un buen golpe sobre el hombro que me ardió como el golpe de un cuchillo filoso. Blandito como había quedado, me levantaron en volandas entre dos y me llevaron hacia un patrullero. Antes de subirme al camión de los presos, me apoyaron contra el vehículo, me palparon, me sacaron la cámara de fotos y me pusieron unas esposas.

En el mismo camión cargaron a Ezequiel, que tenía un leve corte en el cuello que le sangraba. Trataba de limpiarse con el hombro, porque también llevaba las manos esposadas. Todo había sido tan rápido que yo no había atinado a reaccionar, a proteger a Lou, a salir corriendo, algo. Para colmo, había perdido la cámara.

Si no fuera porque nos estaban llevando detenidos, la situación resultaba por lo menos paradójica: por protestar frente a una prisión, nos arrestaban y nos llevaban a la central de policía de Springfield, Missouri.

Nos hicieron bajar con menos brutalidad. Nos llevaron a una celda en medio de una gran oficina. Al rato llegó el resto de los detenidos, entre ellos Pablo y Lou. No parecían golpeados.

Nos tomaron los datos, me hicieron dejar las huellas digitales y firmar un papel con mis pertenencias y yo reclamé la cámara de fotos. Al minuto apareció la cámara, que parecía intacta, y la pusieron en la bolsa junto a mi llavero, mi plata, mi pasaporte y un paquete de chicles. Me sacaron fotos de frente y de perfil. Quise sonreír. No pude.

Me permitían hacer una llamada telefónica. En un primer momento pensé en llamar a Flanders, pero lo más probable era que pidiera prisión perpetua para los tres. Hice una llamada de cobro revertido a las oficinas de mi tío. Él no estaba, hablé con Pinocho. Le dije que la policía me había detenido en una manifestación en Springfield, Missouri, no en Illinois.

—Sos un nabo —me dijo con una tranquilidad irritante. Yo hubiera preferido una escena de gritos y preocupación por mi destino.

—Avisale a mi tío para que haga algo. Estamos los tres presos.

Pinocho seguía como si le estuviera diciendo que estábamos en un resort.

—Averiguate los días de visita porque tal vez viajamos la semana que viene a ver a los Spurs y pasamos un rato —me dijo.

—En serio, tarado, éstos son peor que la Bonaerense.

—Jodete por meterte con la CIA.

Un policía me hizo un gesto para que cortara.

—Decile a mi tío que no le diga nada a mis viejos.

—Si tus viejos se enteran, te matan a vos, a tu tío, a mí y hasta a la pobre Sharon, que está acá y te manda saludos.

A la hora y media vinieron unos guardias y me llevaron a mí solo. Recorrimos unos pasillos que parecían el interior de una oficina pública llena de energía y vitalidad. Tola una contradicción. Me hicieron pasar a un cuarto que tenía una mesa, unas sillas y un espejo enorme en una pared: típica habitación de interrogatorios. Quedé unos minutos solo hasta que, vestidos igual que siempre, aparecieron los inspectores Briscoe y Malo.

—Empecemos con una adivinanza —dijo Briscoe a manera de saludo—: ¿Qué tienen en común un criminal y un falso criminal? Que los dos son culpables.

—Creía que en Estados Unidos estaba permitido reclamar pacíficamente.

—Eso es para los norteamericanos. No para vos. Nunca me imaginé que ibas a caer por un delito como éste.

—¿Ustedes qué hacen acá?

—Casi cinco horas de auto —dijo Briscoe con fastidio—. A distancia del ómnibus en el que venían ustedes.

—Acá tengo tus cosas —dijo Malo—. Para que veas que no somos salvajes, no hemos tocado tu cámara. Cono verás, protegemos tu derecho a la intimidad.

—Gracias —dije.

—Bien —concluyó Briscoe—, no hay mucho más que decir o hacer. Lamento no darte la oportunidad para que intentes cometer otro asesinato y así ganarte la pena de muerte. Por esto no creo que te den más de diez años. Interrumpir la entrada de un edificio público es un delito federal muy grave.

—Vas a poder estar en el mismo calabozo con el indio.

—Hay compañías peores —dije.

—Hablando de eso —dijo Eric Malo con especial alegría—, hay una persona que tiene muchas ganas de verte.

Malo fue hacia la puerta, la abrió y dijo en español:

—A ver, amigo, pase a ver a su compatriota.

Ni en mi peor pesadilla lo podría haber imaginado: ahí, vestido en impecable saco y corbata azul, con su pelo a la gomina y su bigote de policía botón, estaba el cabo Polonio. No me desmayé, pero faltó poco.