V

El señor Brown volvía lentamente en sí y su esposa ya estaba un poco más tranquila. Un cuadro que parecía ganar en serenidad si no fuera por Lou que se veía alterada.

—Me voy.

La miramos sorprendidos.

—En cualquier momento va a llegar la policía. Mejor me voy.

Sin esperar ninguna respuesta, fue hacia la puerta, Lou tenía un temor casi patológico hacia la policía. Parecía olerla a kilómetros de distancia. Si se hubiera cruzado con los policías que yo había conocido el año anterior —el cabo Polonio, el oficial Chuy y el ayudante Balizas—, habría habido que internarla con un ataque de pánico.

A los pocos segundos se oyó la sirena de un patrullero. Dos policías nos tomaron declaración a los cinco. Nadie nombró a Lou, ni siquiera los Brown.

Por lo que le contaron a la policía, los Brown se estaban preparando para salir rumbo a su partida de bridge cuando sintieron unos ruidos en la cocina. El señor Brown fue a ver qué ocurría y dos tipos con el rostro cubierto cayeron sobre él. Lo golpearon con un objeto contundente (probablemente una herramienta de metal o la culata de un revólver) y quedó desmayado en el piso. Antes de que la señora Brown pudiera reaccionar, la empujaron hasta una silla y la ataron. Unos segundos más tarde llegamos nosotros y detuvimos lo que iba a ser el punto culminante de la noche: el ahorcamiento del profesor, como había ocurrido con su colega de la escuela. Incluso estaban por pegarle una etiqueta de Coca-Cola para repetir exactamente el modus operandi.

Al describir la ropa de los asesinos frustrados, el matrimonio Brown y las chicas remarcaron la camiseta a rayas blancas y negras. La camiseta era de Ezequiel, el único de nosotros que no estaba presente. Para evitar suspicacias entre los policías, dije:

—La remera ésa era mía. En realidad, es la camiseta de un club de fútbol argentino. No creo que haya otra camiseta igual por acá.

Todos me miraron raro.

—¿Estás seguro de que te pertenecía? —me preguntó el policía.

—Me la robaron hace dos semanas.

En eso no mentía. Quince días atrás, Ezequiel dejó olvidado su bolso en los vestuarios después de una práctica de básquet. Cuando volvió a los diez minutos, faltaba la camiseta de El Porve que se había sacado después del partido para cambiarla por una limpia. No podíamos desconfiar de nadie en particular porque ese vestuario lo usaban todos los cursos. El ladrón podía ser cualquiera de los cientos de tipos que pasaban por ahí. Lo cierto era que ese tipo no sólo robaba ropa de los bolsos de los estudiantes. También asesinaba profesores.

Cuando Pablo y yo nos retiramos de la casa de los Brown, descubrimos que en el jardín de entrada quedaba sólo una bicicleta. La otra se la había llevado Lou.