IV

Ya había oscurecido cuando nos separamos. Los norteamericanos, más diurnos que nosotros, ya se habían ido hacía un buen rato. Ezequiel nos saludó de lejos y se fue con Almudena sin decirnos adónde iban. En la puerta de la cafetería de Tom quedamos Taslima, Lou, Pablo y yo.

—Los sábados a la noche, los Brown se van a casa de unos amigos a jugar al bridge y no vuelven hasta tarde —Taslima miró su reloj—: Ya deben de estar por salir. ¿No quieren venir?

Yo sabía cómo iba a terminar la invitación de Taslima: con Pablo y Lou apretando en un cuarto y ella y yo charlando de los problemas de Medio Oriente en la cocina. Si la avanzaba, con lo tarado que soy, ella iba a descubrir que estaba enamorado de otra y no me iba a dejar que le toque ni uno de sus cabellos negros. Mejor era quedarme tranquilo en la cocina tratando de no pensar demasiado en Lou. Con suerte, ligaba una tanda nueva de panqueques.

Nos fuimos en bicicleta, las chicas sentadas en el manubrio cantando una canción de Avril Lavigne mientras nosotros sacábamos músculos en las piernas pedaleando y pedaleando. La noche nos cubría por las calles de Springfield. Era fácil sentirse dueño de esa ciudad en un momento así.

Llegamos a la casa de los Brown, que estaba a oscuras. Lou nos hizo un gesto para que nos calláramos.

—¿Qué pasa?

—¿No vieron? Adentro de la casa, una luz de linterna que subió y bajó.

Ninguno de los otros tres habíamos visto nada.

—Se habrá cortado la luz —fue mi explicación poco convincente.

Nos acercamos agachados y silenciosamente. Estábamos a un metro de la puerta cuando sentimos ruidos, una silla que se caía, gemidos ahogados, sonidos que alguien intentaba sofocar. Pablo estaba más cerca de la entrada. Con gestos, le pidió la llave a Taslima. Con la delicadeza de estar desarmando una bomba, Pablo abrió la cerradura.

El murmullo provenía de la cocina. Fuimos para allá. No sé lo que vio primero cada uno con la luz de la luna que entraba desde el ventanal. Yo vi a la señora Brown atada a una silla y con la boca tapada. Los ojos estaban cargados de horror y miraban hacia un costado. Ahí estaba el señor Brown muerto o desmayado, mientras un tipo lo ataba con una soga y otro le pegaba en la boca una etiqueta. Los tipos llevaban la cabeza cubierta con máscaras del Payaso Krosty. Iba a ser difícil descubrir quiénes eran, salvo por un detalle. Uno de ellos llevaba una camiseta tan particular que sólo debía de haber una en Springfield, en Illinois, tal vez en todo Estados Unidos. El que le pasaba la soga por el cuello al señor Brown tenía puesta la camiseta a rayas blancas y negras, con la publicidad de Caramelos Lippo, de El Porvenir. La camiseta de El Porvenir de Ezequiel.

Yo me quedé congelado. Pablo tuvo una reacción más rápida: había tomado una silla que estaba tirada en el piso y pegando un grito de guerra se la había partido en la espalda al de la camiseta de El Porvenir, que se cayó sobre el cuerpo del señor Brown. El otro había tomado por los hombros a Pablo y lo empujaba hacia la mesa. Yo me tiré sobre ellos sin ninguna técnica marcial, que, por otra parte, no tenía. Lo mío era la improvisación: muchos golpes cortos acompañados de gritos que si no te espantan al menos te desorientan.

Una de las chicas había encendido la luz y todos gritábamos. Taslima había encontrado la alarma que ahora sonaba tapando nuestros gritos. Los dos Payasos Krosty se pusieron de pie y salieron corriendo hacia la puerta trasera. Nosotros ni siquiera amagamos a seguirlos. Las chicas desataron a la señora Brown mientras nosotros mirábamos y tocábamos el cuerpo del señor Brown. Respiraba.

Fui hasta la pileta, llené un vaso de agua y se lo tiré en la cara. El señor Brown se despertó, aunque estaba muy mareado. La señora Brown lloraba y repetía «lo querían matar». La alarma siguió sonando hasta que Taslima la apagó.

—¿Viste lo mismo que yo? —me preguntó Pablo mientras tratábamos de desatar al señor Brown.

—¿La camiseta del Porve?

Pablo pudo desarmar el nudo que ataba las manos del profesor.

—Alguien quiere hacernos pasar a nosotros por los culpables.