I

El partido de fútbol femenino era a las cinco de la tarde. Esta vez no confié en la buena voluntad de Flanders y nos fuimos con Pablo en bicicleta. Ezequiel ya estaba desde temprano en la escuela. Si Pablo venía conmigo era porque Lou también estaba concentrada. Nuestra chica era titular en las Jaguars.

Pero antes de ir para la escuela, Pablo y yo debíamos cumplir con una función social importantísima: levantarle el ánimo a Taslima. Que la hubieran separado del equipo la había dejado con el alma por el piso, según nos contó Banana.

Taslima vivía a mitad de camino entre la escuela y la casa de los Flanders. Fuimos con las bicis hasta ahí y nos atendió la señora Brown, la anfitriona de Taslima. A diferencia de los White, los Brown eran católicos, no tenían hijos y el señor Brown era también profesor de nuestra escuela.

—Si quieren ver a su amiga, van a tener que ir a la cocina.

Fuimos ahí y encontramos a Taslima con una sartén en la mano.

—Panqueques.

Taslima no sólo estaba de excelente humor, sino que mostraba unas desconocidas dotes de cocinera. Preparaba unos panqueques según una clásica receta del norte de la India.

—Tengo salsa de frutilla, de arándanos, de naranja, de frutas chinas, salsa de coco y almendras.

Revoleaba la masa de los panqueques y los cocinaba vuelta y vuelta. Nos sentamos frente al desayunador. Pablo y yo, de un lado; del otro, los Brown. Taslima nos servía panqueques y los comíamos uno tras otro, sin parar. Ella parecía no recordar que ese día había un partido.

Cuando después de media docena le recordé el desafío de la tarde, se puso tensa:

—Por mí, las Monkeys pueden perder 50 a 0.

Después de otra media docena de panqueques cada uno, la convencimos de que viniera con nosotros. La señora Brown dijo que ella también iría más tarde. En cambio, el profesor Brown se iba a quedar a leer.

Taslima no tenía bicicleta, así que me ofrecí a llevarla sobre el volante, como hacía en el barrio con mis amigos. Pero el profesor Brown no lo permitió.

—En el estado de Illinois está prohibido llevar acompañantes en el volante de la bicicleta.

Caminamos un par de cuadras y, lejos de la mirada de los Brown, Taslima se subió y fuimos así hasta la escuela, con terror de que nos parara un policía. Taslima gritaba cada vez que aceleraba. Me gustaba su espalda, la forma de su cuerpo.

Por ahí, si me fijaba en serio en Taslima podría olvidarme de Lou.

Llegamos diez minutos antes de que empezara el partido. Las tribunas estaban a full. Vi a los White en pleno: incluso había venido Jo.

Nos ubicamos junto a los otros chicos. Alexandros, no sé de dónde, había conseguido una corneta con la que molestaba a todos. A un costado, separados por algunos familiares de las Jaguars, estaban los australianos Mark y Mike. Más abajo estaban Markus, Wes, Dylan y Sylvia —que no jugaba al fútbol, sólo practicaba atletismo, y era capitana del equipo de porristas que había salido campeón en el último torneo estatal.

La cancha era más chica que las nuestras o, si se quiere, más grande que nuestras canchas de papi fútbol. Medía unos 70 metros por 50, aproximadamente. El sol primaveral pegaba fuerte cuando, por esquinas contrarias de la cancha, aparecieron los dos equipos. Detrás de las Monkeys, cual general San Martín antes de la batalla de Chacabuco, venía Ezequiel.