El viernes previo al partido ocurrieron dos episodios que no parecían tener relación. En la última práctica de fútbol de las chicas, Milena le dio una fuerte patada a Taslima. La bengalí reaccionó mal y le dio unos buenos golpes a la checa. Las tuvieron que separar. Ezequiel tomó una decisión que sólo un técnico honesto es capaz de hacer: mandó a Taslima al vestuario, la separó del equipo y le dijo que se quedaba fuera del partido. El revuelo fue tan grande que se convirtió en el comentario obligado esa tarde, incluso entre los norteamericanos, que ahora miraban con más respeto a Ezequiel.
Pero el Equi quedó mal por lo ocurrido, así que para tranquilizarlo nos fuimos a comer, previa autorización de Flanders, a Pizza Hut. Habíamos ido Lou, Pablo, Ezequiel y yo. Ezequiel parecía un poco deprimido o preocupado y Lou también. Las razones de Ezequiel las conocíamos, pero no las de Lou. Cuando la conversación decaía, se animó a hablar:
—Ustedes no saben lo terribles e injustos que pueden ser la policía y los jueces de acá.
—Si te contáramos… —dije, pero creo que ella no quería que le contáramos nada.
—Mi familia… mi familia ha sufrido mucho. Sufre. Por eso hice lo que hice.
—¿Qué hiciste? —preguntamos.
—Edwidge no mató al profesor de ciencias.
—¿Fuiste vos? —preguntó Ezequiel, que ya se había olvidado hasta del partido del día siguiente.
—No, obvio que no. Pero sabía que la iban a culpar a ella. Me di cuenta esa misma noche.
—Entonces, ¿qué fue lo que hiciste?
—La fui a buscar y la escondí. Ella ahora está en un lugar seguro. Bien lejos de acá y de la policía de este estado.
Nos había dejado mudos. La pizza con pepperoni se enfriaba en los platos. Lou tomó un sorbo de su Coca-Cola y siguió:
—Hay dos cosas que tengo claras: va a haber otras muertes y van a tratar de culparlos a ustedes, a los extranjeros.