El lunes posterior al asesinato del profesor de química se suspendieron las clases por duelo, aunque la biblioteca y los salones permanecieron abiertos a los alumnos que quisieran ir. Un cartel a la entrada informaba el lugar del velatorio, debajo del anuncio había una foto suya sonriente. Era casi calvo.
Nosotros, como los demás alumnos, deambulamos de los salones al campo de deportes y el comedor. Salvo por el tono circunspecto de los profesores con los que nos cruzábamos, por lo demás parecía un día de fiesta.
Había algo que me había sorprendido desde el primer día que concurrimos a la escuela: la increíble libertad con la que todos los chicos se movían. Iban a clases, pero entre horas concurrían al comedor o al campo de deportes, entraban y salían con sólo firmar un registro. Nadie iba a la escuela como un lugar donde había que estar cinco o seis horas cursando materias aburridas. Los chicos de la George Maharis estaban gran parte del tiempo diurno en los edificios escolares. Las clases sólo ocupaban un tercio de ese día. El resto lo pasaban entre el comedor, la biblioteca, el gimnasio, el campo y los clubes. Había clubes de todo tipo: de ciencias, literario, de fotografía, de ecología, de derechos civiles, de historia local, de periodismo, de cine, de cocina, de turismo y hasta un club de rezo. Salvo el club de historia de Springfield —que estaba copado por Harry el Sucio y Bob Patiño—, en todos los demás había algún alumno extranjero. Yo concurría al de fotografía, Pablo al literario y Ezequiel a uno sobre los derechos de las mujeres. No era la doctrina jurídica lo que le interesaba del club.
Me preguntaba cuándo estudiaban los chicos de Springfield, porque nunca los veía preocupados por un examen o una lección. Y, sin embargo, a casi todos les iba bastante bien, tenían buenas notas y su mayor interés era sumar puntos para becas o para hacer méritos y entrar en la universidad, algo que recién iba a ocurrir dos o tres años después. Disfrutaban de la escuela, los pasillos, sus casilleros individuales, los jardines de la entrada, los inmensos espacios para hacer deportes, los dos salones comedores y una inmensidad de aulas de las que parecían ser dueños los estudiantes. En el campo entrenaban fuera de clase, las porristas ensayaban y los vagos como yo nos quedábamos mirando tirados en el césped. Si tuviera que soñar una escuela ideal, la George Maharis se acercaría bastante a ese sueño.