V

Los domingos Jaycee Park se llena de familias y de grupos de tipos como nosotros. Mientras Pablo intentaba hacer alguna pirueta con el skate, Ezequiel y yo fuimos hacia la canchita de básquet. Sorpresa, sorpresa. Estaban algunos de los Jaguars jugando con otros flacos que no conocíamos. Markus nos vio y nos saludó con la mano. Dylan y Wes, uno de los aleros del equipo, parecían recuperados de los dolores del día anterior. Nos acercamos a mirar. Jugaban bien, no había dudas.

En un momento pasaron Sylvia, Lorrie y Djuna. Apenas nos saludaron y siguieron de largo. Nosotros caminamos hacia la parte sur del parque, hacia el vértice que llevaba a la calle Cook. Vimos un grupo de personas reunidas. Cuando nos acercamos, descubrimos que quien estaba en el medio del tumulto era Pablo y que estaba discutiendo —qué raro— con Harry el Sucio, Bob Patiño y los australianos Mark y Mike. Bob le gritaba a medio centímetro de la cara.

—Infeliz, ¿querés que te arranque todos los dientes?

Pablo, desde sus diez centímetros más abajo, no le quitaba los ojos de encima y respondió en un tono más conciliador que el de Bob.

—Te dije que fue sin querer, te pedí perdón. Me tropecé. ¿Qué querés que haga? —y agregó en nuestro idioma—: ¡Qué tipo forro!

Obviamente, ninguno de los cuatro sabía español suficiente como para entender lo que había dicho Pablo, pero una voz detrás de ellos aclaró:

—Te dijo forro —en realidad lo tradujo al inglés usando la palabra asshole. A ese tipo lo tendría que contratar mi tío para traducir las canciones. Quien hacía las veces de lenguaraz era Cuautie, que había llegado al tumulto al mismo tiempo que nosotros. Su verdadero nombre era Cuauhtémoc y era nieto de mexicanos instalados hacía décadas en Springfield. Las pocas veces que se había dirigido a nosotros jamás lo había hecho en español, por lo que yo pensaba que había perdido la lengua de sus abuelos. No sólo no la había perdido, sino que hasta entendía nuestros más íntimos modismos.

Harry, bien sucio, le dio un golpe en el estómago a Pablo, que cayó al piso y, antes de que empezaran a patearlo, Ezequiel y yo nos tiramos sobre ellos. Bob y el Equi cayeron al suelo mientras Mark me pegaba una piña en los riñones que me hizo ver estrellitas. Pablo intentó levantarse en el momento en que Mike le metió una paralítica que lo volvió a tirar al piso. La gente nos veía pelear y no se metía. En realidad, algunos sí se metían a pegarnos a nosotros. Hasta Cuautie se animó a tirarnos unas trompadas. Los golpes nos llovían de todos lados y un turro aprovechó para manotearme la cámara de fotos. Pero me iba a tener que matar si me quería separar de la Nikon. Me aferré a ella con toda mi fuerza mientras otros dos o un millón de tipos me pegaban.

En situaciones normales, cuatro o cinco contra tres teniendo al Equi de nuestro lado era una lucha pareja, pero con tantos a la vez estábamos recibiendo una paliza de ésas en las que el recuento de golpes se hace durante la autopsia. Por suerte para nosotros, aparecieron de la nada Vincenzo, Ji-Sung, Viggo y Alexandros. Además de las piñas y los golpes más variados, cada uno insultaba en su idioma. Todo un espectáculo para los que nos miraban. Fue una auténtica batalla campal, que habrá durado no más de dos minutos porque también aparecieron Dylan, Markus y Wes que se pusieron a separar. Markus nos agarraba de a cuatro y nos tiraba: a los locales, hacia la izquierda; a los extranjeros, a la derecha.

—Váyanse de acá —nos gritó Dylan.

Me dio bronca porque pensé que Dylan nos estaba echando la culpa a nosotros y poniéndose del lado de ellos.

Pablo estaba tan aferrado a la patineta como yo a la cámara. Comprobamos que no nos faltara ni un diente y nos fuimos hacia la calle Cook. Cruzando la avenida, nos golpeamos la mano con los chicos que habían venido en nuestra ayuda: puño desde arriba, puño desde abajo y puño desde el medio, nuestro saludo de amistad.

A un tipo que pasaba con uno de esos sombreros de vaqueros que yo creía que sólo se veían en las películas le pedí que nos tomara una foto con mi cámara. Después la miramos por el visor. Ahí estábamos los siete: Pablo con cara de haber recibido una paliza, Ezequiel con los pelos parados, Ji-Sung sonriendo con todos sus dientes, Vincenzo con cara de petiso malo, el pelirrojo Viggo y su remera de Rage against the machine, Alexandros con la camiseta de la selección griega y yo con mi gorra de Boca. Siete tipos provenientes de distintas partes del mundo reunidos en una ciudad ajena a todos para defenderse de los ataques y para divertirse juntos. Para convertirse en amigos.