II

La familia de Flanders estaba compuesta por su esposa Josephine, a quien todos llamaban Jo, los mellizos Jim y Trevor Jr. y el propio Flanders, conocido también como Trevor White. Nos habían dado la habitación de sus hijos porque era más grande que la de huéspedes y le agregaron una cama. Pablo dormía en la cama individual, Ezequiel en la de abajo y yo en la de arriba de la cama marinera. La habitación estaba llena de juguetes de los mellizos. Tenían unas pistas de Hot Weels que nunca había visto en Buenos Aires. Más de una noche nos habíamos quedado jugando con los autos.

En las paredes había pósters de Monsters Inc. y de Max Steel, un banderín de los Bulls de Chicago, otro de los Bears y un guante de béisbol. También tenían una computadora que nos dejaban usar, aunque, por lo general, para las actividades de la escuela íbamos a una sala anexa a la biblioteca donde podíamos usar las compus sin problemas. Tanto en la escuela como en la casa de los White, las computadoras tenían el Cyber-patrol. Así que nada de divertirnos. Cuando no la usábamos para algún trabajo de la escuela, sólo nos dedicábamos a leer el Olé o a escribir mails.

Yo le había enseñado a mi mamá a usar el correo electrónico y nos escribíamos seguido. Mi mamá siempre mandaba saludos de mi viejo, pero él nunca escribía ni una línea. Patricia también me escribía a veces. Como ella no tenía computadora, se iba a un cyber y me mandaba algún mail más bien frío e informativo (fui al dentista, no soporto a la profe de matemáticas, me compré una remera de La Renga). Yo le respondía en el mismo tono.

Esa mañana, como todos los domingos, debíamos madrugar para ir a misa. Cuando le conté a mi mamá por mail, casi se muere y me hace repatriar. Pensaba que había caído en manos de una secta. Por suerte, mi tío la tranquilizó. Los White no son de ninguna secta. Son bautistas. Para más precisión, son de la Convención Bautistas del Sur.

—Ajá, son protestantes —dijo Pablo.

—No —aclaró Trevor—, los bautistas existimos desde mucho antes de que Lutero se revelara contra Roma. De hecho, los protestantes nos han perseguido y matado.

—¿Pero creen en Jesús o no? —pregunté.

—Nosotros creemos en lo que la Biblia dice, en lo que Dios dice. Lo que la Biblia dice que pasó, realmente pasó. Cada milagro, cada evento, en cada uno de los 66 libros de los Testamentos Viejos y Nuevos es verdad y fidedigno —aclaró Jo.

Todo esto nos explicaron no bien llegamos. Nos preguntaron a qué credo pertenecíamos y les dijimos la verdad. Que éramos católicos pero no practicantes. Bah, yo dije eso, pero Pablo me corrigió:

—Yo soy agnóstico.

Por un lado se desilusionaron, pero por otro, creo, les dio cierta ilusión: la de convertirnos a la Palabra de Dios en ocho semanas. Menos tiempo tienen los Testigos de Jehová cuando te golpean la puerta y muchas veces consiguen convencer a alguno.

Nos explicaron que en esa casa no se tomaba alcohol, no se decían palabrotas («ni en inglés ni en otro idioma» nos aclaró Jo que había estudiado español en la secundaria), no se maldecía, no se escuchaba rock, se bendecía la comida y los domingos se iba a misa y a la escuela dominical.

Tanto Trevor Jr. como Jim eran, a sus siete años, predicadores en potencia. Fueron ellos los que, en el primer almuerzo, nos hicieron devolver el pan a la mesa porque aún faltaba decir la oración. Luego todos cerraron los ojos y juntaron sus manos. Jim abrió un ojo y nos hizo gestos para que nosotros también hiciéramos lo mismo. Dudamos, nos miramos y finalmente apretamos las manos y cerramos los ojos.

—Señor —dijo Trevor padre—, bendice la comida que nos has ofrecido e ilumina con tu palabra a nuestros amigos que hoy comparten la mesa y el pan con nosotros.

—Amén —dijeron los tres White restantes y con un segundo de retraso nosotros también:

—Amén.