I

Era un sueño raro: Edwidge estaba sentada en el capó del auto de mi viejo, un Ford Galaxy modelo 98. Se sonreía, pero no con la cara de loca que le conocía, sino con otra peor: me sonreía como si me estuviera invitando a besarla. Cuando me acercaba, veía que tenía el pelo rubio, y no negro, y mientras la besaba, se hacía chiquita como un muñeco de los que yo me imagino que se usan en un rito vudú. Y el muñeco no era Edwidge, sino Patricia que me decía: «La volvés a besar a Lou y te castro». Y yo le decía: «No, te juro que no la besé, es la novia de Pablo». Y el muñequito de Pato me contestaba: «A vos siempre te gustó Carolina, no lo niegues».

—A mí la que me gusta es Edwidge, la negra está bárbara —dijo Ezequiel, pero su voz no venía del sueño sino de un lugar más lejano: de la cama de abajo. Me pasé la mano por la frente. Estaba sudando.

—Demasiado alta para mi gusto —dijo Pablo.

—¿Y a vos, Ariel, esta semana cuál te gusta?

Es cierto: en esas primeras cinco semanas me habían gustado seis chicas distintas. Cuando llegamos, me encantó una norteamericana pelirroja y muy flaquita, Sylvia, pero después me di cuenta de que era muy intelectual, así que me perdí con los ojos de Almudena, la española. Luego juré al que quisiera escucharme que Taslima, la bengalí, era la mujer más bella que había visto en mi vida. La cuarta semana me encontró enganchado con Cornelia, una alemana rubia más alta que Ezequiel, y los últimos días les había comentado a mis amigos que Banana tenía esa belleza japonesa que te deja sin respiro. Todas eran chicas relindas o que tenían su encanto, pero yo estaba muerto con Lou desde que nos presentaron. Pero en esos días, también es verdad, me gustaban todas.

Pablo fue el primero que se hizo amigo de Lou. En la segunda clase, el profesor nos dio a leer un cuento divertido: «Un día perfecto para el pez banana». Pablo levantó la mano y con su rudimentario inglés habló durante quince minutos del autor, un tipo que no quería que le sacaran fotos. Resultó ser el autor favorito de Louise, así que al tercer día ya se los veía juntos a Pablo y a ella hablando de libros y películas.

Pero yo también me hice muy amigo de Lou. Conmigo conversaba no de sus lecturas preferidas, sino de mi barrio, de mis viejos, de mi nueva pasión: la fotografía. Ella me contaba también de su familia, de su madre chippewa y de su padre navajo: los dos habían nacido en reservas indias, a los diecisiete años habían ido a estudiar a Santa Fe en Nueva México, donde se conocieron y se enamoraron. Su papá era fotógrafo y vivía en Chicago desde que se había separado de su madre. Lou había nacido en Springfield, pero soñaba con vivir en una reserva india como sus abuelos.

Un día me llevó a la biblioteca de la escuela y sacó varios libros de fotografías. Uno tenía fotos del siglo XIX en las que se veían indios norteamericanos en sus reservas. Me hacían acordar a fotos que yo había visto de indios mapuches y quechuas. Después me mostró un libro de un tal Walker Evans, que durante la gran depresión económica de los años ‘30 había fotografiado a las víctimas de la pobreza. No sé por qué, pero esas fotos me hicieron acordar de mi barrio y me dieron ganas de hacer lo mismo que Evans: salir con mi cámara a retratar a la gente de mi ciudad, a los marginados, a los que la pasaban mal cerca de mi casa.

—¿Y cuál te gusta esta semana? —me preguntó Ezequiel mientras me tiraba un almohadón. Tardé unos segundos en responderle:

—Me encantaron las cinco porristas que alentaban a los Jaguars.