VI

Ya era de noche y afuera del microestadio no había nadie. En vez de cruzar por la cancha de fútbol americano, tomé en sentido contrario hacia los pabellones de la escuela. El edificio tenía tres cuerpos que conformaban, con el microestadio, una especie de trapecio, en cuyo centro había un parque. En una de las alas del edificio, se encontraban las aulas donde se dictaban las clases, la administración y la dirección. En el cuerpo del medio, estaban los clubes, la biblioteca, varias salas de lectura o de reunión, un anfiteatro y un microcine. Y en el otro pabellón, se ubicaban los distintos departamentos educativos, las salas de los profesores, varios laboratorios, un pequeño museo de ciencias y más salones.

No sé por qué, pero fui hacia allá. Unos metros antes de llegar, vi una sombra entre los árboles que venía hacia mí. La sombra también me vio y se detuvo por un momento. Dio unos pasos hacia el costado como queriendo alejarse de mí sutilmente. Yo me había quedado congelado.

—¿Edwidge? ¿Sos vos? —pregunté en inglés, y creo que me equivoqué y le puse auxiliar al verbo ser.

—¿Ariel? —dijo Edwidge.

Y cuando pensé que iba a venir hacia mí, salió corriendo esquivándome. Fue hacia el parque y yo corrí detrás de ella. Rodeó el microestadio y cruzó la cancha de fútbol. Estaba cada vez más lejos de mí. Llegó al estacionamiento y se detuvo como esperándome. Un minuto más tarde llegué yo. Sin aire, sin saber por qué razón ella corría y yo detrás.

Edwidge se había sentado sobre el capó de un auto y me miraba sonriente. Su boca era una luna alargada, mucho más luminosa de la que había un poco más arriba.

—¿Cómo va el partido? —me preguntó.

—Los Monkeys comenzaron perdiendo por paliza, pero ahora se recuperaron y están cerca de ganar —le contesté. No sé quién de los dos era el más absurdo. Si ella preguntando o yo respondiendo como si nada.

Movió la cabeza afirmativamente. Tenía una mirada que yo siempre relacioné con los dementes, algo entre juguetón y riesgoso a la vez.

—Tomame una foto —me dijo.

—Estás loca.

—Dale.

Saqué la cámara y probé fotografiarla sin flash. La primera salió movida, la segunda estaba mejor. Después hice una foto con flash y la luz le pegó de lleno transformándola en un fantasma en medio de un bosque oscuro. Sin guardar la cámara, le pregunté:

—Edwidge, ¿de dónde venís, qué haces escapándote?

—Yo no me escapé, sólo quería venir acá. ¿Qué culpa tengo si me seguiste? ¿No te da vergüenza seguir a chicas? Te tendría que denunciar —dijo sin quitarme sus ojos enormes de encima.

—¿Por qué no estabas viendo el partido con nosotros?

Hizo un gesto que podía significar tanto «no sé qué querés decir» como «jamás entenderías si te explico los detalles».

—Estaba trabajando… para los Monkeys.

—¿Qué querés decir?

Se bajó del capó del auto. Abrió su mochila de cuero y me la mostró como cuando te controlan a la salida de un negocio. En la oscuridad no vi nada.

—Vudú —dijo, cerró la mochila y se dirigió hacia el microestadio—. Vení, vamos a ver si los Monkeys consiguieron ganar.