El partido ya iba por el comienzo del segundo cuarto y los Monkeys perdían 28 a 12. Verlo a Ezequiel corriendo de acá para allá con la pelota de básquet daba un poco de impaciencia. Daba la sensación de que en cualquier momento iba a poner la pelota al piso e iba a comenzar a gambetear a todos esos lungos rubios para terminar metiendo la pelota en el fondo de un arco imaginario. ¡Cómo extrañábamos el fútbol!
Cuando ingresamos en la Escuela Preparatoria George Maharis de Springfield, nos dieron a elegir qué deporte queríamos practicar. Desechamos el béisbol porque no íbamos a atrapar nunca esa pelota minúscula que arrojan. El fútbol americano, esa versión idiota del rugby, no era para nosotros. Después había un deporte que se llamaba lacrosse y que consistía en trasladar una pelotita como de tenis en una red de cazar mariposas y meterla dentro de unos arcos de hockey. Había que estar demente para practicar ese deporte.
—¿Y fútbol no hay? —preguntamos a coro. Le aclaramos que queríamos jugar el auténtico fútbol y no a eso que ellos llaman fútbol.
—Soccer, calcio, futssball, futibol —dijo Pablo para demostrar su plurilingüismo. Bastó con la primera palabra.
—Sí, por supuesto que hay. Pero es un deporte femenino. Acá sólo las mujeres practican «fútbol».
Antes de que Ezequiel se pusiera a insultar, marcamos con una equis la casilla de básquet y nos retiramos.
De los estudiantes extranjeros que practicábamos básquet, cuatro se quedaron afuera del equipo contra los Jaguars: Vincenzo, que medía un metro cincuenta, el lituano, que tenía un brazo artificial, Pablo y yo. Creo que estaban dispuestos a llamar a Ji-Sung, el coreano que jugaba lacrosse, antes de elegirnos integrantes del equipo a Pablo y a mí.
Pablo me devolvió la cámara. Hice foco en Equi y disparé. Miré por el visor: la foto había salido movida. «¿Confirma borrar la imagen?», me preguntó Nikon y le respondí que sí.
Ahí llegaban Flanders y los mellizos. Habían tenido tiempo de comprarse pochoclo y se acomodaron en la tribuna de enfrente. No faltaba nadie: Vincenzo, que miraba con desidia los detalles del partido; Ji-Sung que trataba de seducir a la española Almudena. Las demás chicas extranjeras eran las únicas que miraban y alentaban a los Monkeys. Un aliento no muy efectivo hasta el momento. Al menos si hubieran querido ser porristas…
Algunos llegaron más tarde que yo. Vi aparecer a Harry, el sucio, a Bob Patiño y a los dos australianos, Mark y Mike. Harry y Bob (que así los llamaban todos —nosotros sólo le agregamos «el Sucio» y «Patiño»—) compartían unas horas semanales con nosotros. Bob y los aussies practicaban fútbol americano, Harry jugaba al béisbol. Supuestamente, era el mejor catcher de su edad en todo el estado de Illinois. Pablo le decía «el cazador oculto», por una novela que había leído. Ezequiel y yo preferíamos llamarlo «el Sucio». No nos caía nada bien. Y Bob tampoco. Un rechazo a primera vista que había sido mutuo y que ellos se cuidaban bien de no ocultar. Se acercaron.
—Lou, ¿qué hacés juntándote con estos perdedores? —dijo Harry. Lou no le contestó y ellos tampoco se quedaron a esperar una respuesta. Siguieron hacia las gradas más altas. Sólo querían hacer notar una vez más su desprecio.
Igualmente, la pregunta tenía algo de verdad. No porque fuéramos perdiendo el partido de básquet, sino respecto a qué hacía Lou juntándose con los extranjeros. Ella, como Bob y Harry, formaba parte de los cursos regulares, pero prefería estar con nosotros a reunirse con sus compañeros de toda la secundaria.
El segundo cuarto terminó 50 a 22. Sólo un milagro podía hacer que el partido no terminara en una humillación mayúscula muy disfrutada por Bob, Harry y los demás estudiantes locales. Los Jaguars tenían altura, experiencia, calidad. Conocían todos los trucos del juego y podían ir al límite del reglamento pegando golpes y empujones sin ser sancionados. La mayoría de ellos llegaría a la NBA o, por lo menos, a las ligas universitarias. Los nuestros, en cambio, tenían un muy buen base, Viggo, que manejaba la circulación de la pelota como si lo hubiera hecho toda su vida, un buen atleta como el Equi y un jugador mañero que cualquiera querría en su equipo a pesar de no destacarse en nada especialmente, sólo en voluntad, esfuerzo y valentía: el griego Alexandros. Los demás apenas jugaban mejor que Pablo y yo. Todo dicho.
Al comenzar el tercer cuarto, el mejor lanzador de triple de los Jaguars salió lesionado: se tomaba el cuello como si le hubiera agarrado tortícolis o si lo hubiera picado un mosquito gigante. Al minuto siguiente, quedó congelado en medio de la cancha Dylan, el base titular. Una especie de parálisis no le permitía moverse. Fue un momento duro porque lo tuvieron que sacar entre dos y casi se puso a llorar del susto.
Después fue el pivot izquierdo que comenzó a moverse como si fuera una marioneta cada vez que la pelota iba hacia él. El técnico lo sacó y puso al suplente, que no era tan bueno. Luego el pivot derecho empezó a mirarse las manos como si le sangraran. También pidió el cambio ante la sorpresa de todos. El único que seguía del equipo titular era Markus, un negro grandote que me hacía acordar a Shaquille O’Neal en sus comienzos.
Lo cierto es que con cuatro suplentes más los nervios de no entender qué había pasado, el partido comenzó a equilibrarse y se puso 54 a 38 al final del tercer cuarto. Miré a Pablo con desconcierto:
—¿Qué les pasa a estos tipos? ¿Les agarró miedo escénico?
—Salvo Shaquille O’Neal, los demás se borraron.
—El negro se banca todo.
—Shh —me corrigió—, no se dice «negro».
De eso nos dimos cuenta en los primeros encuentros. A los negros les decían «afroamericanos». Pero nosotros, en la Argentina, les decimos negros hasta a los rubios, así que en una de las primeras clases en Estados Unidos, Pablo le dijo al grandote de Markus:
—Negro, ¿qué hora tenés?
No sólo el morocho casi lo convierte en tortilla de estudiante becado al estamparlo contra una pared, sino que además fue despreciado por todos nuestros compañeros y hasta llegó a oídos del profesor de Comunicación que nos dio una charla sobre el racismo y el lenguaje. Pablo tuvo que pedirle disculpas a Markus y, ya que estaba, a los otros cuatro afroamericanos que había en el curso. Pero cuando hablábamos nosotros tres solos, Markus era «el negro» y Edwidge, la haitiana, era «la negra». La negra… Miré nuestra tribuna y las gradas de enfrente, pero Edwidge no estaba en ninguna parte.
—¿No vino Edwidge? —pregunté.
—Sí que vino —contestó Lou—. Estaba con nosotros cuando llegamos.
Tengo instinto. Instinto de qué no sé, pero algo tengo. Es decir, siento como una inquietud que no puedo expresar en palabras, pero después los hechos se ordenan en función de esas sensaciones que me recorren el cuerpo. En ese momento, sentí que algo raro estaba pasando en el partido y que la ausencia de Edwidge chirriaba en esa realidad. Decidí salir afuera del microestadio cuando el partido estaba 60 a 56 a favor de los Jaguars y Equi probaba para tres y volvía a pegar en la parte de atrás del aro.