IV

Debo reconocer que la foto era buena: ellos dos nítidos, mirándose, y alrededor, como fantasmas, los jugadores de básquet en movimiento y fuera de foco. La cámara de fotos era un regalo de mi tío Roberto. Me la dio el mismo día que viajamos para Estados Unidos.

—Para que no te olvides de todo lo que vas a ver —me dijo. Una Nikon Coolpix de 3.2 megapixels y una memoria de SD Kingston de un giga. En la escuela, una vez había leído un cuento de Cortázar que decía que cuando te regalan un reloj, vivís pendiente de ese aparato, y en realidad vos sos el regalo del reloj. Y así me pasó. A partir de ese momento, comencé a sentir que no me podía separar de mi cámara, que todo lo debía capturar. Y lo más increíble: realmente sentía que registraba mis sentimientos o mis deseos cada vez que miraba por la pantallita de mi Nikon.

La primera foto que saqué fue a mis padres en Ezeiza: juntos después de un largo viaje que había hecho mi viejo. Habían venido al aeropuerto contra mi voluntad, porque yo me quería despedir en casa, pero ellos insistieron. Tenían razón. Fue mejor así. Me gustó verlos juntos, con esas caras sonrientes que querían ocultar la tristeza de la ausencia por dos meses de su único hijo. Y allí están: en la foto que les saqué. La primera de mis fotos.

—Lo tengo decidido: cuando vuelva a Buenos Aires, me voy a poner a estudiar fotografía. Quiero ser fotógrafo. Atrapar en un instante lo imposible. La mirada, el gesto, todo aquello que sigue vivo cuando la imagen se congela.

—Y chicas desnudas.

Ése es Equi. Fue lo que dijo cuando un día, en una cafetería del centro de Springfield, les comenté a él y a Pablo por qué me iba a dedicar a la fotografía cuando volviéramos. Ezequiel ve chicas desnudas en todas partes, en todas nuestras intenciones, en todo lo que hacemos. Cuando se confirmó el viaje a Estados Unidos y salimos de la embajada con nuestras visas en regla, el Equi exclamó:

—¡Allá vamos, Estados Unidos, tierra de chicas desnudas y hamburguesas completas!

Es cierto que nosotros sentíamos que íbamos a meternos adentro de American pie. Habíamos visto toda la saga más algunas otras películas viejas sobre escuelas secundarias norteamericanas y creíamos que nos iba a pasar todo eso apenas bajáramos del avión. Pablo, siempre más realista o más aguafiestas, nos decía cada vez que nos imaginábamos nuestra estadía en Estados Unidos:

—Acuérdense de Martes 13, de Halloween, de todos los asesinos seriales y hasta de La guerra de los mundos.

En realidad, ese primer mes, nuestra vida en Springfield no era más que un capítulo de Los Simpson. Podía ser peor.