III

Flanders estacionó el auto con la misma parsimonia que había mantenido durante todo el viaje. El partido ya debía ir 40 a 0. Obviamente, a favor de los Jaguars. Era lógico: los Jaguars era un equipo consolidado. Sus integrantes se conocían desde hacía más de diez años y en su futuro estaba la NBA. En cambio, los Monkeys, mi equipo, se habían conocido hacía unas semanas.

El nombre al equipo se lo puse yo. Nos habíamos reunido todos los estudiantes extranjeros del curso, varones y mujeres, para elegir el nombre que nos iba a distinguir en las competencias deportivas. Como siempre son «Toros», «Pumas», «Lobos» y otros animales, en broma se me ocurrió decir por qué no le poníamos «Monos» a nuestro equipo.

—Monkeys, muy bueno —dijo Ji-Sung, el coreano.

—Es una porquería —dijo Ezequiel mirándome con odio.

—Los monos saltan, corren, son ágiles —aportó Vincenzo, el italiano.

—Se divierten solos —agregó Viggo, el noruego, haciendo el típico gesto con el puño.

Se hizo un silencio. Un breve silencio.

—Monkeys, definitivamente —dijo Banana, la japonesa, y todas las demás chicas expresaron su acuerdo.

—Al menos pongámosle Gorillaz —gritó Pablo, pero ya era tarde. La votación fue casi unánime, excepto por dos votos en contra y una abstención: la mía.

Flanders, los mellizos y yo bajamos de la rural. Mientras ellos tomaron por el camino que rodeaba el campo de juego de fútbol americano, yo crucé por el medio. Sin mirar atrás. Seguramente los tres estarían moviendo sus cabezas con resignación.

Entré al microestadio de básquet cuando el partido estaba empezado. No había muchos gritos y lo que más se oía era el ruido de las zapatillas de los jugadores al resbalar en el piso. Y un murmullo de aliento proveniente de las porristas. Porristas de los Jaguars, porque los Monkeys no habíamos conseguido armar un equipo de alentadoras. Para eso, no hay como las norteamericanas.

Lo primero que vi no fue el partido, ni a las porristas en minifalda, ni la pelota corriendo de un lado a otro. Vi en la tribuna a Pablo y a Lou. Ellos tampoco miraban el partido, sino que se hablaban sin quitarse los ojos de encima. Sentí cierto ahogo, algo de bronca y un poco de miedo. Creo que la suma se llama angustia, pero no estoy seguro. Así que hice lo que sentí que debía hacer: apunté hacia ellos y disparé. Así quedaron, congelados; él comiéndola con los ojos, ella sonriendo como una diosa ante su sacerdote. En eso, Pablo me miró y me hizo un gesto para que fuera hacia ellos. Me acerqué, me acomodé un par de escalones más abajo y, haciendo como que observaba el partido, les pasé la cámara de fotos para que se vieran retratados unos segundos antes.

—Salimos muy lindos —dijo ella.

—Vos saliste relinda —dijo Pablo.

Yo no dije nada. Comencé a mirar el partido en serio en el preciso momento en que Ezequiel tiraba al aro de tres y le pegaba al cartel que estaba detrás del cesto.