Cuando sea un viejo de treinta o cuarenta años me voy a acordar de este viaje y no lo voy a poder creer. ¿Qué hacían tres tipos de quince años provenientes de Lanús, provincia de Buenos Aires, en el Medio Oeste norteamericano, yendo a una escuela de Illinois y hablando en inglés como si fuera nuestra lengua materna (bah, una lengua tartamuda, mal pronunciada, pobre en vocabulario pero rica en gestos para hacer señales como «pasame el kétchup» o «dónde está el baño de varones»)? Cómo llegamos acá es pura responsabilidad de mi tío Roberto.
A mí tío le encantan los negocios. Es su habilidad y su perdición. Siempre está en busca de la novedad: puede importar faldas escocesas para hombres, exportar yerba mate a una cadena de comidas naturista de Holanda, o poner una verdulería a una cuadra de una villa miseria.
Durante unos meses yo le atendí una verdulería en Villa Fiorito: ahí conocí a mi Blancanieves villera, a Patricia, mi novia; con mis amigos Ezequiel, Pablo y Pinocho rescatamos la primera pelota con la que había jugado Maradona de chiquito (que unos policías delincuentes le habían robado al papá de Patricia) y yo me pesqué —por pasar la Nochebuena bajo la lluvia— una gripe infernal que me tuvo en cama una semana.
Al poco tiempo, mi tío vendió la verdulería al papá de Patricia porque había descubierto un nuevo gran negocio. Fue así como, junto a su fiel ayudante Pinocho, se dedicó a una nueva actividad: el turismo temático.
Mi tío comenzó a organizar viajes turísticos desde Estados Unidos a Buenos Aires. No eran viajes comunes para conocer la Plaza de Mayo, la Reserva Ecológica de la Costanera Sur o el Teatro Colón. Mi tío la vio clara un día que yo estaba mirando un partido de la NBA entre San Antonio Spurs y Los Ángeles Lakers. Se suponía que era un partido importante y en las tribunas los fanáticos de los Spurs se limitaban a mover unos absurdos palotes de goma cada vez que los Lakers tiraban al aro. Cuando gritaban para alentar decían siempre lo mismo: «¡Defensa, defensa!». Y los carteles: lo más lamentable eran los carteles. Para alentar a los Spurs decían «San Antonio adelante»; para atacar a los Lakers: «Prepárense para perder». Una tristeza. Nada de «Duncan, Duncan, Duncan, huevo, huevo, huevo», nada de «Aserrín, Aserrán, de San Antonio no se van» para amedrentar a los monstruos de Los Ángeles.
—A estos tipos —dijo mi tío señalando con su dedo admonitorio— los traigo una semana acá, los llevo a la cancha de Chicago y vamos a ver qué cantan en los próximos play off.
A los diez días había alquilado una oficina en Puerto Madero, contratado a una secretaria bilingüe que se hacía llamar Sharon, y con la «asesoría técnica» —ésos eran sus términos— de Pinocho, comenzó a traer turistas a la Argentina. Cómo promocionaba en Estados Unidos, cómo conseguía clientes es algo que se me escapa. Mi tío siempre tenía esos misterios que lo llevaban al éxito o al fracaso. Y esta vez parecía que el triunfo estaba de su lado.
Traía atildados seguidores de los Bulls, de los Blazers, de los Knicks. Los llevaba durante una semana a distintas «clínicas» que daban «especialistas» provenientes de las mejores universidades del fútbol: Nueva Chicago, Chacarita, Huracán, Tigre, All Boys. En diez días, un vendedor de autos de Filadelfia o un cocinero de Minnesota volvía a su ciudad con la suficiente práctica como para pararse frente a una patota de hooligans ingleses, si fuera necesario.
En una oportunidad, mi tío me preguntó si mis amigos y yo no nos queríamos ganar unos pesos extras. Quería que le adaptáramos al inglés las canciones de las hinchadas. Un servicio más al turista. Así que con Ezequiel, y sobre todo con Pablo, que es medio poeta, nos pusimos a traducir todos los clásicos tribuneros: «Cómo no voy a ser, cómo no voy a ser hincha de Phoenix, vago y atorrante», o «Los de Texas son lo más amargo de USA, cuando no salen campeones esa tribuna está vacía», o «Mira, mirá, mirá, sacale una foto, se van de Miami…». Ésa era la parte más divertida: cuando debíamos traducir las malas palabras.
Para qué voy a mentir: ninguno de los tres era muy bueno traduciendo. Salvo las malas palabras, casi todo el resto teníamos que buscarlo en el diccionario.
Una tarde mi tío nos convocó a su oficina. Hacia allí fuimos con Pablo y Ezequiel. Parecía la sede de una empresa multinacional: toda alfombrada y con sillones que daban ganas de sentarse ahí mismo. Conocimos a Sharon, una rubia platinada que debía saber tanto inglés como nosotros y que era la persona encargada de darles la bienvenida a los que llegaban a la oficina. Pinocho estaba irreconocible en saco y corbata. Nos mostró su despacho y su computadora, en la que tenía abierto el solitario. En el escritorio tenía un portarretrato con una foto de su mamá y en otro estaba su amiga Mariela con su hijita. Sonreían, como Pinocho en ese momento esperando un comentario nuestro. En la pared tenía enmarcado un escudo de Huracán y la camiseta 20 de San Antonio Spurs. Los tres hicimos «guauuuuu» cuando la vimos.
—¿Es auténtica? —preguntó Ezequiel.
—Ajá. Me la dio Manu Ginóbili hace un mes. Los fui a ver contra los Knicks —dijo y se repantigó en su sillón de ejecutivo.
En eso sonó el teléfono.
—Así es, boss, tengo a los tres chiflados en mi oficina. Ya te los mando. Pequeños —dijo dirigiéndose a nosotros—, me quedaría horas hablando con ustedes pero tengo muchas cuestiones para resolver.
—Ya veo —le dije señalándole el solitario en la computadora—. Eso en mi barrio no se llama trabajo.
—Se llama solitario —agregó Pablo.
—Salgan de aquí o los hago echar por Seguridad.
Pasamos por delante de Sharon, que nos sonrió, y fuimos al despacho de mi tío. Estaba de pie dándonos la espalda y mirando hacia los canales del río. Una vista realmente hermosa desde ese ventanal. Se dio vuelta. Tenía el rostro adusto. Nos hizo un gesto para que nos sentáramos. Como había una sola silla, me senté yo y Pablo y Ezequiel se quedaron de pie a mis costados. Me sentí un gángster que venía a negociar con un pez gordo.
—Hubo quejas —dijo.
Miré interrogante a Pablo y Ezequiel. Tenían cara de nada.
—¿Quejas? —pregunté sin entender.
—Al cliente hay que darle lo mejor: los mejores hoteles, las mejores combis para trasladarlos, llevarlos a las mejores parrillas para que coman nuestro riquísimo asado, darles todos los gustos, siempre con alta calidad. Excelencia, ¿entienden?
—Como dicen los griegos: en parte sí, en Parte-nón —dijo Pablo. Nadie se rió.
—Ya hubo… —buscó en su notebook y agregó—… siete, no, ocho quejas de que las traducciones de los cantitos que ofrecemos son, para decirlo finamente, una cagada.
—Las hacemos con toda responsabilidad —dije con tono ofendido.
—Para darles un ejemplo: parece ser que «egg, egg, egg» no es una buena traducción de «huevo, huevo, huevo».
—Es lo que dice el diccionario —argumentó Pablo.
—Miren, muchachos. A Pinocho lo mandé a hacer un curso de computación. Sharon está por terminar un seminario de Protocolo y Ceremonial. Creo que ustedes deberían hacer algo similar con el inglés.
—¿Un curso de inglés además de las tres horas semanales que tenemos en la escuela? —a Ezequiel le temblaba la voz.
—Algo así —contestó mi tío y agregó—: Tengo contactos.
Era cierto: mí tío tenía contactos y estaba ganando mucho dinero. No sólo logró incluirnos a los tres en un programa de intercambio estudiantil, sino que consiguió que la escuela nos autorizara a faltar a clases durante dos meses. Abril y mayo los pasaríamos en Springfield, capital del estado de Illinois.
—¡Springfield, la ciudad de los Simpson!
—Una de las muchas Springfields que hay en Estados Unidos —me informó Pablo con su habitual optimismo.
Si en esos días mi tío venía y decía que nos había conseguido un viaje a Irak o a Afganistán, yo preparaba las valijas. Quería irme lejos, muy lejos. No entendía muy bien qué pasaba, pero con Patricia estábamos cada vez más alejados, peleábamos por nada y yo no sabía si tenía que cortar o seguir. Un viaje era la excusa perfecta para alejarnos sin dar por terminado nada. Lo increíble era que a Pablo le pasaba lo mismo con Carolina, su novia, nuestra compañera de la escuela. Bah, ellos ya habían cortado hacía un tiempo, pero igual seguían viéndose para pelearse. El único de novio en serio era Ezequiel, que estaba saliendo con una veterana de 18 años. En ese caso fue la mamá de Ezequiel la que se alegró de que su hijo se fuera a Estados Unidos.
Así fue como llegamos a la Escuela Preparatoria George Maharis de Springfield, Illinois. Durante dos meses íbamos a vivir con una familia norteamericana, cursaríamos materias como Inglés, Comunicación e Historia del Arte Norteamericano, y tendríamos actividades deportivas. Estudiaríamos con otros adolescentes extranjeros provenientes de todas partes del globo y con chicos norteamericanos. Los locales no tenían por qué cursar materias con nosotros, pero había un plan de integración de juventudes y a los norteamericanos que concurrían a nuestros cursos les cobraban la mitad de la matrícula anual. Un muy buen descuento que los padres sabían apreciar y por lo que obligaban a sus hijos a convivir con balbuceantes foráneos. Había chicos que iban un año, otros seis, cuatro o dos meses. También había un plan especial para los angloparlantes extranjeros como los australianos o los sudafricanos. A mi tío le pareció que, para traducir canciones de hinchadas, con dos meses sería suficiente.