Llegábamos tarde, si Flanders no aceleraba íbamos a llegar tarde. La ruta estaba casi sin autos. No llovía, ni había niebla ni ninguna ley de la física que nos obligara a ir a 30 millas por hora, algo así como 50 kilómetros de los nuestros. La culpa era mía por no haber acompañado a Pablo a la biblioteca desde donde sólo hacía falta cruzar para llegar al campo de deportes de la escuela de Springfield.
—Llegamos tarde —le dije.
—Es cierto —me contestó con una sonrisa.
—¿Y si acelerás un poco? —propuse.
Movió la cabeza negativamente. Flanders pensaría que me tenía que explicar todo. Pero no fue él quien habló sino unas vocecitas desde el asiento de atrás:
—Treinta millas es el límite de velocidad máxima en zonas urbanas —dijo uno de los mellizos.
—Hay que respetar las leyes. Es importante que lo aprendas —agregó el otro enano.
Bufé mirando por la ventanilla. Antes de que iniciaran una clase de educación cívica, subí el volumen de la radio: un cantante de música country repetía una melodía trillada. Íbamos a llegar con el partido empezado y yo quería ver a Ezequiel salir con su equipo de básquet.
Seguro que Pablo ya estaba allá. Se encontraba con Lou en la biblioteca donde se quedarían hasta unos minutos antes del partido. Entre los libros que se pasaba leyendo en la biblioteca y Lou, Pablo iba a terminar idiota.
Lou era descendiente de indios chippewas y navajos y usaba unas trenzas como las indias de los dibujos animados. Se parecía a la indiecita de Peter Pan.
—Además —dijo Flanders sin disminuir ni aumentar las 50 millas por hora—, ¿cuál es el problema de llegar con el partido empezado?
Estos tipos no aprenden más. Si por ellos fuera, jugarían nada más que el último cuarto del básquet, el último tiro de béisbol, el último avance del fútbol americano, los últimos cinco minutos del fútbol. El resto no les interesa y se nota: charlan con los compañeros de platea, se van a comprar hamburguesas y bebidas, hablan por teléfono. No saben que los partidos hay que jugarlos desde el primer minuto y hay que alentar. Alentar y no sólo mirar. No entienden nada. Ya me lo había dicho mi tío Roberto.
Flanders no se llamaba Flanders sino Trevor. Pero Trevor era un clon, una copia idéntica de Flanders, el vecino de los Simpson: el mismo bigote, la misma ropa, el mismo tono, la misma esposa y los mismos hijos. Pablo, Ezequiel y yo estábamos viviendo en su casa de Springfield desde hacía cinco semanas.
—Tratándose de Springfield pudo haber sido peor —decía Ezequiel cuando yo me quejaba.
—Nos podría haber tocado la casa de las hermanas de Marge —agregaba Pablo.
Yo seguía protestando, pero exageraba. Porque si algo no nos había faltado desde que habíamos llegado a Estados Unidos era diversión.