Eric permaneció en pie junto a la puerta del frío mausoleo, con una botella en la mano. Era extraño ver a la muchacha de aquel modo, tan quieta y callada, con los brazos cruzados sobre el pecho. Se encontraba tumbada sobre un gran bloque de piedra, como si estuviera simplemente descansando, disfrutando de un largo sueño. Si no fuera por la palidez de su rostro y sus labios amoratados, no habría creído que estuviera muerta.

Así que, después de todo, la había guiado hasta allí. Había cumplido su palabra, casi a pesar suyo, y la había conducido hasta el castillo del duque. No obstante, nunca había imaginado llegar de aquel modo. La habían transportado a través de la nieve hasta la fortaleza, para entregársela finalmente al duque. El muchacho, William, había explicado a su padre lo sucedido. Ravenna se la había arrebatado. De algún modo, los había alcanzado durante la noche. Había llegado al campamento donde dormían y la había asesinado. De algún modo, no habían notado su presencia hasta que fue demasiado tarde.

Eric tomó otro trago de grog, disfrutando de aquella familiar sensación ardiente en la garganta. Había visto cómo la población se reunía en el castillo del duque para velar el cadáver. Las madres habían acudido acompañadas de sus hijos. Les habían arrebatado de nuevo a la princesa que habían dado por muerta. Varios hombres con lágrimas en los ojos se habían acercado a ella, se habían arrodillado delante de su cuerpo y habían rezado. Ella representaba algo para aquella gente —así lo demostraba la profunda pena que sentían—. No habían conocido a la hija del rey y nunca habían contemplado su sonrisa, ni la airada expresión que adquirían sus ojos cuando alguien osaba desafiarla, pero aquello era un final también para ellos.

El duque había explicado a su hijo que no tomarían represalias, que no habría guerra en honor a Blancanieves. Era un cobarde —Eric siempre lo había pensado—. ¿Cuánta gente tendría que morir todavía a manos de la reina antes de que él contraatacara? ¿Cuál era el fin de un ejército, aunque fuera pequeño, sino luchar?

Se acercó a la muchacha y bebió el último trago de licor, deseando que le adormeciera aún más.

—Aquí estás —dijo, y su voz retumbó en la fría estancia—, donde todo termina. Tan hermosa con ese vestido.

Se colocó junto a ella y percibió la rigidez de sus dedos. Le resultaba muy doloroso verla así, igual que Sara, tan despojada de toda realidad. Blancanieves estaba justo a su lado cuando él se dispuso a dormir. La había contemplado mientras descansaba contra una roca, absorta en sus pensamientos, peinando su enmarañado pelo con los dedos. Había sido su última imagen justo antes de adormecerse.

¿Cómo era posible que no hubiera oído a Ravenna? ¿Y por qué no le había atacado a él primero, el hombre que había asesinado a su hermano? Se odiaba por haber permitido que aquello sucediera. Se había despertado sobresaltado, con la sensación de que algo terrible estaba ocurriendo. Se internó en el bosque y corrió a toda velocidad entre los abedules al ver a Ravenna sobre Blancanieves. La reina se transformó tan pronto como él la golpeó con el hacha.

—Estás dormida —dijo con desesperación, tomando otro trago de la botella—, a punto de despertar y echarme una nueva reprimenda. ¿No es así?

Alargó el brazo y suspendió la mano sobre las de Blancanieves, temeroso de tocarla. Lentamente, posó la palma, sintiendo la frialdad del cuerpo. Pellizcó la manga del vestido que le habían puesto, de color rosa y bordado con cuentas. Era tan recargado y femenino que, por alguna razón, Eric imaginó que ella lo habría detestado.

Tragó saliva. A Blancanieves no le hubiera gustado verlo derrotado, no por aquello, no por ella.

—Merecías algo mejor —dijo con dulzura.

Contempló el rostro de la muchacha. Habían peinado su negra cabellera en tirabuzones y alguien había colocado una rosa detrás de su oreja, aunque se estaba marchitando.

—Era mi esposa —dijo Eric, hablándole como si estuviera viva. Las palabras fluían más fácilmente gracias al grog—. Esa era la pregunta a la que no te contesté. Se llamaba Sara.

Cuando volví de la guerra, traje conmigo el hedor de la muerte y la rabia de la pérdida. No valía la pena que me salvaran, pero ella lo hizo de todas maneras. La amé más que a nada o a nadie. Pero la perdí un instante de vista y desapareció —Eric inclinó la cabeza—. Volví a ser yo mismo. Alguien del que nunca me ocupé. Hasta que te conocí. Me recuerdas a ella. Su espíritu, su corazón. Y ahora tú te has marchado también —balbuceaba y notaba cómo se le iba formando un nudo en la garganta—. Ambas merecíais algo mejor. Y siento haberte fallado a ti también.

La llama de la antorcha arrojaba un cálido reflejo sobre el rostro de Blancanieves. Eric alargó la mano y le retiró un mechón de pelo de la frente.

—Ahora serás reina en el cielo —se inclinó y posó sus labios sobre los de ella, solo un instante. Aquel gesto le calmó. Luego se volvió y tiró la botella al suelo. Sí, estaba bebiendo de nuevo, y no dudaba que aquello tampoco le habría gustado a Blancanieves.

Abandonó la estancia de piedra y sus pisadas resonaron contra las paredes. El cazador no miró atrás. Si lo hubiera hecho y hubiera contemplado a la muchacha, habría descubierto el tenue color que regresaba a sus mejillas y un leve movimiento en sus párpados. Los labios de Blancanieves se separaron ligeramente. Luego, tomó una suave bocanada de aire, apenas audible en la gigantesca tumba.