Durante la siguiente jornada nadie mencionó el nombre de Gus. Recorrieron kilómetros de colinas yermas, cruzaron arroyos de aguas poco profundas y atravesaron campos de flores muertas, siempre con los enanos al frente y el cazador y William cerrando la marcha. El sol se estaba poniendo cuando alcanzaron la falda de las abruptas montañas. La fortaleza del duque se encontraba en el valle situado tras ellas. No podía estar a más de dos días de caminata.
Blancanieves avanzaba detrás de Coll y Duir. Mantenía los ojos fijos en el suelo, sin poder creer lo que había sucedido. Recordaba el rostro de Gus allí tumbado, sobre las hojas marchitas. Su respiración se había vuelto áspera y agitada, hasta que poco a poco se apagó. Se había sacrificado para que ella pudiera seguir viva. Después, al enfrentarse con las consecuencias, Blancanieves deseó que no lo hubiera hecho. Ojalá la flecha la hubiera alcanzado a ella. Se sentía demasiado culpable. En las últimas horas, se había preguntado qué pensarían los demás enanos. ¿La culpaban? ¿Deseaban en secreto no haberse topado con ella aquel día en el bosque?
Blancanieves se limpió los ojos, tratando de alejar la imagen de Gus de su mente. Tardó un momento en darse cuenta de que William se había colocado junto a ella. La miraba sin parpadear, con el rostro consternado.
—¿Qué sucede? —preguntó al sentir que algo iba mal.
William volvió la vista hacia el cazador, calculando a qué distancia se encontraba.
—Lo siento —dijo casi en un susurro—. Siento haberte abandonado —se frotó la frente y los ojos se le empañaron de lágrimas.
—Tú no me abandonaste —respondió Blancanieves, al tiempo que cogía su mano.
—Si hubiera sabido que estabas viva, habría acudido antes en tu busca —dijo el hijo del duque a la vez que sacudía la cabeza.
Los enanos se internaron en la arboleda. Coll y Duir descargaron sus zurrones detrás de unas rocas. Los demás los imitaron y levantaron el campamento.
Blancanieves se detuvo en el límite del bosque y miró a William, la vista fija en sus ojos color avellana. Ni una sola vez, durante todos los años que había permanecido en la torre, le había culpado de lo sucedido. Cuando la soledad estaba a punto de volverla loca, cuando no podía soportar los insectos que subían por las paredes ni el sonido de las explosiones en la distancia, pensaba en él. William estaba allí, con ella. Aquellos recuerdos eran lo único que la había mantenido viva.
—Éramos unos niños, William —dijo—. Ahora estás aquí —añadió apretando su mano.
Blancanieves observó el campamento. Los enanos estaban amontonando troncos caídos y ramas podridas. Trabajaban en silencio, sin mirarse a los ojos, aún atenazados por la tristeza del día. La muchacha avanzó hacia ellos, mientras indicaba a William que la siguiera. No merecía la pena echar la vista atrás, disculparse por lo que había sucedido o preguntarse qué podía haber sido diferente. ¿Quién era capaz de decir lo que debería haber hecho cualquiera de ellos? Se había estado torturando al pensar en el ataque del día anterior. ¿De qué servía? Lo único que sentía era un doloroso nudo en la boca del estómago.
Se arrodilló junto a William y comenzó a arrancar musgo seco para utilizarlo como yesca. Él la imitó, trabajando en silencio, con el rostro más relajado que antes. La joven miró al cielo que se iba oscureciendo. Sobre ellos, una bandada de cuervos volaba en círculos. Aún necesitaban otro día o dos para alcanzar Carmathan, y Ravenna no tardaría en acudir en su busca. Debían vigilar tanto la retaguardia como el frente.
Blancanieves se sentó al borde del campamento, escuchando el coro de ronquidos a su espalda. Los enanos se habían quedado dormidos rápidamente, al igual que William y el cazador. Horas después, seguía despierta, con una sensación de inquietud que le invadía todo el cuerpo. Escudriñó el bosque a su alrededor. El sol comenzaba a aparecer en el horizonte, iluminando el cielo con un extraño brillo anaranjado. ¿Sabía Ravenna que Finn estaba muerto? ¿Podía sentirlo? La chica pensó de nuevo en cómo había visto a Rosa en su celda. El rostro se le había llenado de arrugas y manchas, y tenía los hombros encorvados. Ravenna disponía de unos poderes que nadie más poseía. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que la reina la encontrara?
Unas hojas crujieron tras ella. Se irguió y acercó la mano al cuchillo que llevaba en el cinturón. Rodeó la empuñadura con los dedos y se volvió, apuntando el arma hacia delante. Frente a ella estaba William, con el pelo castaño alborotado de dormir.
—Soy yo —dijo él, y mantuvo las dos manos en alto hasta que Blancanieves bajó el cuchillo y lo enfundó de nuevo—. Ven. Pasea conmigo —rogó mientras se alejaba del campamento para asegurarse de que el cazador no podía escucharlos. Se pasó la mano por el pelo tratando de alisárselo.
No tardaron en adentrarse en las profundidades del bosque, completamente solos. A su alrededor se alzaban unos abedules y una ligera capa de nieve cubría el suelo.
—Aquí arriba es como si nada hubiera cambiado. El mundo parece hermoso otra vez —dijo Blancanieves, moviendo la cabeza con incredulidad. Su voz sonaba más tranquila ahora que William estaba a su lado. Simplemente se sentía un poco menos sola.
—Lo será. Cuando te conviertas en reina —respondió William. Blancanieves se volvió hacia él, sin saber por qué había dicho aquello. ¿Por qué todo el mundo estaba tan seguro de que derrotarían al ejército de Ravenna? ¿Es que no conocían su magia?—. Los habitantes de este reino odian a Ravenna con toda su alma —añadió él convencido.
Ella sacudió la cabeza y recordó lo que la reina le había dicho el día de su boda: que estaban unidas la una a la otra.
—Es extraño… —empezó—, pero solo siento pena por ella.
William ladeó la cabeza con curiosidad.
—Una vez que el pueblo descubra que estás viva, se levantará en tu nombre. Tú eres la hija del rey, y la legítima heredera.
—¿Cómo se supone que voy a hacerlo? ¿Cómo les inspiraré confianza? —preguntó Blancanieves—. ¿Cómo voy a dirigir a los hombres?
Gus había muerto por su culpa. Ella le había pedido a los enanos que la llevaran a Carmathan. ¿Cómo podía responsabilizarse de muchas más vidas cuando ya le había fallado a un hombre?
William sonrió y la miró fijamente.
—Del mismo modo en que me dirigías a mí cuando éramos niños —dijo—. Yo te seguía a todas partes, corría cuando tú me llamabas. Habría hecho cualquier cosa por ti.
La muchacha se volvió, sentía que las mejillas le ardían.
—No es así como yo lo recuerdo —comentó. ¿No era ella la que había seguido a William a lo alto del manzano aquel día? Él siempre le estaba tomando el pelo, diciéndole que corriera más deprisa, quejándose de que no fuera un chico. Él quería a alguien con quien levantar piedras y cazar en el patio del castillo—. Recuerdo que estábamos siempre discutiendo. Y peleándonos, y… —habría continuado, pero William la estaba mirando de forma apasionada, buscando en su rostro algo oculto.
Se inclinó hacia ella, tanto que Blancanieves podía sentir su aliento en la piel. Sonrió con las mejillas ruborizadas. Tenían los labios muy cerca el uno del otro. Entonces sacó algo del bolsillo y lo levantó. Blancanieves bajó los ojos hacia la manzana. Su piel blanca y roja no tenía ni una sola marca. William se la acercó lentamente, con una picara sonrisa en los labios.
—Conozco este truco —dijo ella entre risas, recordando el juego de su infancia.
—¿Qué truco? —preguntó William. Colocó la manzana a solo unos centímetros del rostro de Blancanieves para animarla a que la cogiera.
La joven sonrió. Después de todos aquellos años, él se acordaba. Se preguntó si William habría pensado tan a menudo en ella como ella en él. Tal vez, de algún modo, aquellos recuerdos le habían mantenido vivo a él también. Le arrebató la manzana de la mano y, antes de que él pudiera recuperarla, mordió la delgada piel y dejó que el dulce zumo se deslizara por su garganta.
William entrecerró los ojos. Había algo extraño en su sonrisa. La miraba masticar y reía mientras ella tragaba. Blancanieves sintió un fuerte dolor en el pecho. Algo horrible estaba sucediendo. William la observaba mientras ella jadeaba, tratando de coger aire, y entonces su rostro le pareció más familiar que antes. Blancanieves se tambaleó y se derrumbó sobre la nieve.
Tenía el cuerpo entumecido. Miró al cielo e intentó mover los dedos de las manos o de los pies. Era inútil. Sentía el cuerpo pesado como el plomo. Ni siquiera podía parpadear. El rostro de William apareció frente a ella, con el pelo cayéndole sobre los ojos, que en ese momento eran de color azul intenso. En ese momento, Blancanieves se dio cuenta de que no se trataba de William, sino de ella. Ravenna la había encontrado después de todo.
—Ves, pequeña —dijo la reina. El rostro de William se metamorfoseó, revelando los labios carnosos que Blancanieves había admirado cuando era una niña y la pequeña y delicada nariz de Ravenna—. La sangre de la más bella hace surgir el hechizo, y solo la sangre de la más bella puede romperlo. Tú eras la única que podía acabar con mi vida, y la única suficientemente pura para salvarme.
Blancanieves sentía el corazón palpitando en sus oídos. La vestimenta de Ravenna cambió. Llevaba puesta una capa negra cubierta con plumas de cuervo que crujían en torno a sus pronunciadas mejillas, formando un cuello alto. Metió la mano bajo la prenda y sacó una daga con joyas incrustadas. La deslizó a lo largo del esternón de Blancanieves, señalando el lugar donde se encontraba su corazón. La muchacha abrió la boca para gritar, pero no salió ningún sonido.
Ravenna se inclinó y acercó los labios al oído de Blancanieves.
—No te das cuenta de lo afortunada que eres. Nunca sabrás lo que es envejecer.
A lo lejos, Blancanieves oyó el crujir de unas pisadas sobre la nieve. La reina alzó los ojos, asustada. Levantó la daga sobre el pecho de Blancanieves, dispuesta a clavarla en su esternón, pero se transformó al instante en una densa bandada de cuervos. Sobre Blancanieves, el cielo se llenó de pájaros negros que volaban en círculos alrededor de su cuerpo. Cayeron plumas cubiertas de sangre al suelo. Algunos pájaros graznaron estrepitosamente, otros desaparecieron entre los árboles.
Blancanieves pudo ver las hachas ensangrentadas del cazador balanceándose entre la bandada.
Apareció William y empezó a despedazar pájaros con la espada. Los cuerpos muertos caían sobre la nieve, en torno a ella. Los enanos también acudieron corriendo al oír los gritos de Eric y del muchacho. Los hombres continuaron golpeando el aire hasta que todas aquellas malvadas criaturas desaparecieron. Blancanieves notó que se le nublaban los ojos y le temblaban las pestañas. Sintió cómo la llamaban, pero sus voces le parecieron muy lejanas y las palabras le llegaron entremezcladas, como un extraño y quedo zumbido.
William se arrodilló junto a ella y sostuvo su cabeza entre las manos. Blancanieves no sentía sus dedos sobre la piel. Él movía la boca, pero ella no escuchaba nada. Fijó la mirada en el rostro de William y contempló cómo se llenaba de dolor.
Él la besó, pero Blancanieves no sintió sus labios. Era como si estuviera besando a otra persona, mientras ella le observaba a lo lejos. El joven se enderezó, articuló el nombre de la muchacha, llamándola de nuevo, y unió su boca otra vez a la de ella. Pero no surtió ningún efecto.
Blancanieves abandonó el mundo tan rápido como había llegado a él, y todo a su alrededor se volvió negro.