Ravenna estaba tumbada en la cama, observando el dorso de su mano. Por fin había vuelto a su estado normal: las manchas oscuras de la edad habían desaparecido y la horrible piel arrugada acababa de recuperar su tersura y suavidad. Posó sus delicados dedos sobre el esternón, esperando que su respiración se atenuara. Había transcurrido una hora desde la muerte de Finn, el periodo más largo de tiempo que había tenido que esperar para sentirse de nuevo joven.
Había necesitado dos muchachas. No una, sino dos. Y las había consumido rápidamente y con avidez, absorbiendo la energía de sus pequeñas y dulces bocas, sintiendo cómo se llenaba de pies a cabeza. Había recuperado su fuerza, aunque la belleza, el suave pelo y la tersa piel de porcelana de aquellas jóvenes no eran suficientes. Aún le invadía una profunda pena y sentía un gran vacío bajo las costillas. Notaba como si le hubieran arrancado el interior.
Su único hermano. ¿Qué significaban el uno para el otro? Eran los únicos que recordaban aquel día en el campamento, cuando las tropas del rey irrumpieron en los carromatos. Jugaban en el bosque, corriendo detrás de los árboles, escondiéndose. Finn era la única persona, aparte de ella, que conocía el rostro de su madre.
Ravenna estaba en la bañera cuando oyó el primer alarido de su hermano. Se encontraba sumergida en leche, dejando que el suave líquido cubriera cada centímetro de su piel y la suavizara. Aquel agudo grito retumbó en su interior, como si Finn estuviera en la misma habitación que ella. Se retorció y se agitó, al sentir cómo las afiladas raíces del árbol se hundían en su espalda. El cazador agarraba sus hombros como había hecho con los de Finn y la empujaba sobre los cuchillos de madera. Notó cómo se rasgaban los tejidos en el interior de su pecho. El dolor la invadió con tal intensidad que tuvo que encoger los dedos de los pies y apretar los puños.
Lo intentó con todas sus fuerzas. Concentró todo el poder que su madre le había regalado y lo canalizó hacia Finn, tratando de transmitirle el vigor para luchar. Cuando eso no funcionó, probó a cerrarle las heridas. Pero con las raíces del árbol incrustadas en su carne, era imposible. Se fue debilitando poco a poco, con cada segundo que pasaba. Su cuerpo envejeció. Su pelo se tornó blanco. La piel de su rostro se arrugó y quedó flácida.
—Perdóname, hermano —susurró finalmente, cuando parecía que aquellas heridas le arrebatarían la vida a ambos. Tenía que cortar su unión. No podía seguir luchando.
Tamborileó con los dedos sobre su esternón, sabiendo lo que debía hacer. Estaba sola. Sin su hermano, nadie seguiría ala muchacha a través del Bosque Oscuro y más allá, lucharía con el cazador y aquellos desagradables enanos, y acabaría atrapándola; nadie. Si aún quería el corazón de Blancanieves, tendría que conseguirlo ella misma…
Se puso en pie y formuló un conjuro. Pronunciaba las palabras en voz tan baja que apenas resultaban audibles, más bien parecía un zumbido quedo e irregular. En el exterior del castillo, unos pájaros graznaron en los árboles. Un cuervo se lanzó en picado y chocó contra el delgado cristal de la ventana. En torno al lugar donde el pájaro había golpeado se abrió una diminuta grieta que resquebrajó el vidrio.
En unos segundos, otro pájaro surgió de los árboles. Arremetió contra la misma ventana y el impacto le rompió el pico. Después otro pájaro y luego otro se lanzaron hacia la ventana hasta que el cristal se hizo añicos y los pedazos se esparcieron por el suelo de piedra. Los primeros pájaros de la bandada entraron en el salón del trono y volaron en torno a la gran estancia, sumergiendo a Ravenna en un gigantesco remolino. Acudieron más pájaros desde los árboles y entraron por la ventana rota, hasta que la reina desapareció tras ellos. Tenía los brazos en alto y la cabeza inclinada hacia atrás. Y si alguien hubiera podido verla entre aquella horrible masa de plumas, habría descubierto que estaba sonriendo.