Los soldados descendieron hacia ellos. Uno se abalanzó a galope sobre los enanos, con la espada desenvainada. Duir se agachó y la afilada hoja le cortó un mechón de pelo. Otro disparó una flecha al cuello de Eric, pero falló y el proyectil pasó silbando junto a su cabeza. El cazador escudriñó entre los árboles en busca de un único rostro, hasta que lo vio. Finn avanzaba a lomos de su caballo entre los árboles, persiguiendo a Blancanieves. La grasienta cabellera le caía sobre los ojos y tenía un cardenal en la mejilla, donde Eric le había golpeado.
El cazador se lanzó tras él, con las hachas en alto. Acabaría lo que habían empezado en el Bosque Oscuro ya que, mientras Finn siguiera vivo, Blancanieves nunca estaría a salvo. La perseguiría hasta Carmathan, atacaría el castillo del duque e incendiaría sus tierras, no estaría satisfecho hasta conseguir el corazón de la muchacha.
Eric corrió entre la espesa maleza. Las sombras se extendían a su alrededor, secando las hojas y la hierba, marchitando las flores y desperdigando a las hadas por el cielo. Las criaturas del bosque desaparecieron. Los zorros se ocultaron bajo tierra y las tortugas, entre el musgo. Cuando por fin se detuvo, el bosque estaba en completo silencio. No veía a Finn por ninguna parte.
Miró entre los troncos de los árboles, pero la creciente oscuridad dificultaba la visión. De repente, el aire se volvió más frío que antes y su aliento se condensó, formando una nube de vapor delante de su cara. A su espalda, crujió una rama. Eric se volvió rápidamente y vio el caballo de Finn que surgía de entre los árboles. Levantó el hacha, pero el animal pasó galopando sin jinete.
Contempló cómo desaparecía tras la arboleda, y tardó un instante en percatarse de que se trataba de una treta. Se giró al tiempo que Finn se lanzaba contra él desde el bosque. Descargó su espada, pero Eric la esquivó, aunque el filo le rozó el brazo. Notó escozor en el bíceps, bajó la mirada hacia la herida y vio un hilo de sangre que caía sobre la hierba marchita.
Eric no volvió a dudar. Bajó el hacha y corrió hacia su enemigo. Finn tiró de una rama hacia atrás hasta casi romperla y luego la soltó. El grueso tallo rebotó contra el pecho de Eric y le lanzó por los aires, hasta empotrarle contra un gigantesco roble. Se golpeó la cabeza con el enorme tronco y estuvo a punto de quedar inconsciente. Apenas se podía mover, respiraba con dificultad y le dolía el pecho. La sangre se deslizaba por su brazo y empapaba su camisa, tiñéndola de un rojo intenso.
Eric miró a Finn a la cara. La comadreja sonrió de manera morbosa y satisfecha. Seguramente había deseado verle así, sin fuerzas y con una herida en el costado. Eric alargó las manos hacia las hachas, pero se le habían caído del cinturón. Estaban en el suelo, a unos metros de distancia.
—He capturado a muchas jóvenes —dijo Finn conforme se acercaba a él—, pero tu esposa fue especial.
Eric se incorporó, recuperando de nuevo la fuerza.
—¿Qué has dicho? —preguntó. Dirigió la mirada hacia las hachas tiradas en el suelo, consciente de que no podría recuperarlas sin arriesgarse a una nueva embestida.
Finn ladeó la cabeza.
—Primero luchó, y cuando se dio cuenta de que todo había acabado, suplicó. Deberías saber que te llamó a gritos. Tu Sara —dijo con voz sibilina.
Eric apenas podía respirar y sintió cómo una intensa rabia invadía todo su cuerpo. Finn estaba mintiendo —era imposible que hubiera estado allí—. Los vecinos pensaron que había sido un saqueador de otra aldea. Eso le habían contado a su regreso. Entonces, ¿por qué Finn decía lo contrario? ¿Por qué jugaba con él?
—¿Cómo sabes su nombre? —gritó Eric. Miró por encima del hombro de Finn y distinguió un árbol caído. Sus raíces muertas sobresalían del suelo. Las sombras lo habían matado desde el interior, dejando las raíces secas y afiladas, muy parecidas a las lanzas de madera que Eric utilizaba para cazar.
—Ella me lo dijo —susurró Finn—. Justo antes de degollarla.
Eso era todo lo que Eric necesitaba escuchar. De repente, recordó aquel día y se desmoronó. Le habían cortado el cuello —aquel hermoso cuello que había sostenido tantas veces entre sus manos— y, en torno a la herida, había quedado la sangre negra y reseca. Eric había recorrido su vestido con los dedos y había notado otra herida en su costado, por debajo de las costillas. No había dejado de contemplar su rostro, preguntándose qué monstruo podía herir a una mujer de aquel modo. ¿Qué clase de hombre sin alma y sin escrúpulos podía arrebatarle la vida a Sara?
Ahora lo sabía.
Se abalanzó sobre Finn sin miedo a la espada que aquel ser repugnante sujetaba en la mano, con una hoja tan afilada que podía decapitarle. Simplemente bajó el hombro mientras corría y descargó un golpe en el vientre de Finn. Salieron volando hacia el árbol con las raíces al aire. Finn cayó sobre ellas con violencia y las afiladas agujas de madera se hundieron en su piel. El bastardo aulló de dolor.
Sus alaridos incrementaron la rabia de Eric. Este hombre mató a Sara, siguió pensando mientras empujaba los hombros del monstruo, empalándole en las gigantescas raíces del árbol. No se detuvo hasta que las vio aparecer en su pecho. Finn se retorcía de dolor, intentaba escapar, pero Eric le sujetaba.
—¡Hermana! —exclamó Finn, inclinando la cabeza hacia atrás—. ¡Cúrame, hermana!
Las sombras giraban a su alrededor y un humo negro rodeaba los extremos de las afiladas agujas de madera, en un intento de cerrar las heridas, pero era imposible. Las raíces las mantenían abiertas. Finn sangraba, con la carne desgarrada por la madera.
La nube negra seguía girando.
—¿Hermana? —suplicaba entre jadeos.
Pero Eric no soltó sus hombros y siguió empujándole, contemplando cómo moría, cómo brotaban lágrimas en sus ojos. Ese hombre le había arrebatado a su esposa. ¿Sería capaz de amar de nuevo a alguien tanto como a ella?
Había conocido a Sara un día de feria, en la aldea. Llevaba unos diminutos capullos de rosa prendidos en su moño de trenzas y había estado bailando con otros muchachos. Fue su risa lo que le enamoró, aquella risa alegre y optimista que había invadido el ambiente y contagiado a todos a su alrededor.
—Tú te la llevaste —susurró Eric, contemplando cómo la luz abandonaba los ojos de Finn—. Tú asesinaste a mi esposa.
Una vez que Finn estuvo muerto y su cuerpo quedó inerte sobre las raíces del árbol, Eric se volvió. No se sentía fuerte, ni valiente. Tampoco estaba complacido consigo mismo, ni exaltado por lo que había hecho. Sin embargo, la muerte de Finn le proporcionó consuelo, aunque, por una vez, no para su propia vida. Eric pensó en Blancanieves.
Quizá la desaparición de Finn significara que a partir de ese momento Blancanieves podía ser libre. Quizá pudiera vivir en paz en Carmathan.
Cuando regresó al bosque, todos los hombres de Finn yacían sin vida. Los enanos, unos fieros guerreros, habían acabado con ellos uno tras otro. Eric divisó a Blancanieves y a los demás arremolinados en torno a alguien. Al aproximarse, descubrió que se trataba de Gus, el más joven de todos. Su rostro estaba pálido. La flecha seguía alojada en su pecho, justo encima del corazón.
El cazador miró a su alrededor y contó al resto de los enanos para asegurarse de que no faltaba ninguno. Fue entonces cuando notó la presencia de un joven acuclillado entre ellos.
No tendría más de diecisiete años. Eric habría jurado conocerle, aunque no estaba seguro de qué.
—¿Quién es este? —preguntó.
El muchacho se puso en pie y sacó pecho como un pavo real; intentaba parecer más corpulento de lo que era.
—Me llamo William —dijo—. Soy hijo del duque Hammond.
Eric sacudió la cabeza. El duque. El cobarde que había permanecido oculto en Carmathan todos aquellos años. Por supuesto, aquel era su hijo.
—¿Qué hace el hijo del duque cabalgando con los hombres de la reina? —preguntó, mientras miraba a los enanos en busca de una respuesta. Coll y Duir estaban acurrucados junto a Gus, demasiado apenados para contestar.
William se adelantó.
—Estaba buscando a la princesa —respondió.
—¿Por qué? —ladró Eric. Ya tenían suficientes problemas y no necesitaban a ningún aspirante a soldado siguiéndolos.
William colocó la mano sobre la empuñadura de su espada.
—Para protegerla —contestó con orgullo.
Eric no pudo evitar reírse.
—La princesa está bien protegida, como puedes ver —afirmó señalando a los siete enanos con sus arcos y cuchillos.
William miró a Eric de arriba abajo.
—¿Y tú quién eres? —preguntó desafiante.
—El hombre que la trajo hasta aquí, mi señor —Eric escupió aquellas palabras, enojado por el sentido del derecho de aquel muchacho. Era solo un niño. Se adelantó hasta colocarse a unos centímetros de su cara.
Blancanieves alzó la vista. Su mano reposaba sobre el pecho de Gus y tenía el rostro surcado de lágrimas.
—Déjale, cazador —dijo suavemente—. Es nuestro amigo.
Luego agachó la cabeza y sus lágrimas empaparon la camisa de Gus. Eric retrocedió con la cara entre las manos y los enanos iniciaron un cántico funerario, con los rostros crispados y tristes. Cantaron en voz alta melodías de amor y amistad, de vida y muerte. Las canciones inundaron el bosque en ruinas, pero nada podía calentar el ambiente. Los animales permanecieron bajo tierra. Las hadas habían desaparecido. La nube negra que había descendido sobre ellos permanecía allí, rodeándolos con sus oscuras volutas.
Cuando el cántico terminó, Coll y Duir acarrearon brazadas de leña para encender la pira funeraria. Quert colocó un montón de piedras en el suelo, en forma de rectángulo, para construir el lecho sobre el que descansaría Gus. Trasladaron su diminuto cuerpo y amontonaron ramas secas sobre él, entrecruzándolas hasta que desapareció bajo la leña. Beith golpeó un trozo de pedernal y encendió la hoguera.
Permanecieron todos juntos, contemplando cómo ardía. Las llamas fueron creciendo y los troncos estallaban y chisporroteaban a medida que eran devorados. Algunos enanos rompieron a llorar. Eric no sabía quiénes, pues lo único que escuchaba eran los sollozos de Blancanieves, cuya tristeza era suficiente para hacerle sentir escalofríos. La contempló de perfil, deseando poder librarla de aquel dolor. A medida que la noche caía, el pesar del grupo no hacía más que aumentar. Ese no era el final de la batalla, sino el principio.