Blancanieves alzó la vista hacia la gigantesca cúpula de la cueva. De las paredes de roca goteaba agua y un fino haz de luz penetraba a través de un agujero en el techo, iluminando los grupos de murciélagos colgados unos junto a otros, con las alas en torno al cuerpo. Por encima de ellos, se distinguía el estruendo de los cascos de los caballos. El ejército de Finn gritaba entre la arboleda.
—¡He encontrado una cuerda! —exclamó un hombre a voces. Luego, los caballos cambiaron de dirección y se alejaron a galope, hasta que el bosque quedó de nuevo en silencio.
Duir y Coll señalaron un largo túnel en el lateral de la cueva para indicar a los demás que los siguieran. Los enanos se colocaron en fila y accedieron con facilidad por el estrecho pasadizo. Blancanieves se encorvó, tratando de encogerse lo máximo posible, pero no pudo evitar que sus codos rozaran las paredes. Miró hacia atrás, por encima del hombro, y vio al cazador arrastrándose de lado.
Los hombrecillos los habían conducido hasta una gigantesca raíz de árbol desde donde descendieron a aquella cueva, para ayudarles a escapar de los hombres de Finn. Conocían el laberinto subterráneo a la perfección y fueron zigzagueando por el entramado de túneles, desviándose una y otra vez, hasta internarse en las profundidades de la tierra. Blancanieves contempló los raíles de madera que había bajo sus pies y se dio cuenta de que estaban en una mina. Intentó pensar únicamente en poner un pie delante del otro y no en… William, ¿dónde está? Siguió avanzando con dificultad detrás de los enanos hasta que, de repente, el túnel desembocó en una verde pradera.
En el exterior, la luz era tan intensa que tuvo que protegerse los ojos con la mano. Un resplandeciente paisaje apareció frente a ella y vio flores de todos los colores —margaritas amarillas, hortensias en flor y exóticos capullos de rosa— que impregnaban el ambiente con un aroma embriagador. De pronto, oyó un sonido, un delicioso zumbido que se coló por sus oídos invitándola a bailar.
—Maldita música de hadas —rezongó Nion. El enano hundió los dedos en el denso musgo que cubría las rocas y arrancó un puñado. Moldeó unos tapones y se los colocó en las orejas.
Blancanieves miró a su alrededor, disfrutando del maravilloso entorno. Las enredaderas en flor envolvían los enormes árboles y los revestían de hermosos capullos color púrpura; las mariposas, de color rojizo y dorado, se posaban sobre las ramas, y los conejos saltaban entre la alta hierba, corriendo de un lado a otro. Por todas partes había diminutas bolitas de polen que volaban suspendidas en el aire. Aquellas relucientes partículas atrapaban la luz, dando la sensación de que incluso el aire brillaba.
—¿Qué lugar es este? —preguntó Blancanieves, tratando de atrapar las pequeñas motitas con las manos.
Gus corrió a su lado.
—Ellas lo llaman el Santuario, mi señora —respondió, contemplándola con sus grandes y lacrimosos ojos grises. Luego sonrió y mostró sus dientes amarillentos. Blancanieves detestaba admitirlo, pero aquel muchachito empezaba a gustarle—. Es el Bosque Encantado. El hogar de las hadas —terminó.
Blancanieves se volvió hacia el cazador, que estaba tan impresionado como ella. Eric abrió la boca para hablar, pero algo pasó zumbando junto a su cabeza y los dejó a ambos perplejos. Blancanieves vio una diminuta hada suspendida en el aire, a solo un metro de ella. Tenía la piel blanca y translúcida, las orejas puntiagudas y unas alas de color azul iridiscente que titilaban a la luz del sol. El hada miró a Blancanieves y sonrió antes de desaparecer, dejando un denso rastro de polen a su estela.
—Hadas —dijo Gus con dulzura, tomando la mano de Blancanieves.
Gort lanzaba patadas entre la alta hierba. Era el más gordo de todos ellos y lucía una enorme barriga que colgaba por encima de su cinturón.
—¡Una plaga! —gruñó.
A continuación, los enanos se dispersaron por el bosque para levantar un campamento donde pasar la noche.
Blancanieves y el cazador ayudaron a cortar leña, mientras Coll y Duir segaban la hierba y retiraban ramas rotas para abrir un claro donde tumbarse. Beith sacó los víveres que guardaban en una enmarañada raíz de árbol y formó una gran pila de botellas, cazuelas abolladas y tasajo de zorro. Había incluso un viejo violín. Cuando los enanos se acomodaron por fin en torno al fuego, Gus colocó el violín bajo su barbilla y empezó a tocar.
—¡Toca más alto, paliducho! —gritó Gort—. Aún puedo escuchar a esas arpías —y se tapó las orejas con ambas manos.
Frente a él se encontraba Muir, sentado al lado de su hijo Quert, con una mano sobre el hombro del joven enano. Duir y Coll, inmersos en otra de sus discusiones, bebían cerveza y gesticulaban de manera exagerada, aunque con movimientos lentos. Blancanieves estaba sentada junto a Eric, contemplando cómo los enanos se tambaleaban y se empujaban unos a otros mientras bailaban de forma frenética.
Eric rio entre dientes y explicó:
—Cuenta la leyenda que los enanos fueron creados para descubrir todas las riquezas escondidas en el mundo. Pero no solo el oro y las piedras preciosas, sino también la belleza en los corazones de la gente.
Blancanieves se volvió hacia él, preguntándose si aquella frase —la belleza en los corazones de la gente— había salido realmente de su boca. Miró lo que había junto a Eric y vio algunos huesos de zorro, pero ninguna botella de ron o grog. Entonces clavó su mirada en el rostro del cazador, y por primera vez notó que sus ojos estaban serenos. Eric hablaba con sosiego y atención, eligiendo las palabras. Llevaba al menos dos días sin beber.
El hombre señaló a Nion. El enano se movía a trompicones y cantaba tan fuerte en la oreja de Gort que este se encogía.
—Me pregunto si habrán perdido sus habilidades, si es que alguna vez las tuvieron. Pero cuando la reina les arrebató las minas, no solo los despojó de sus tesoros, también les robó su orgullo —dijo.
Blancanieves contempló a aquellos hombrecillos. La mayoría estaban borrachos. Coll y Duir peleaban y se aplastaban mutuamente la cara contra el suelo. Gus bailaba y tocaba el violín al mismo tiempo, mientras el sudor le corría por la cara. Resultaba difícil imaginar que en su interior hubiera magia. ¿Cómo podían conseguir que aflorara lo mejor de las personas, si ellos mismos parecían tan infelices?
Cuando Quert alzó la voz para entonar una canción más alegre, Muir se acercó a ellos. Gort tomó la mano del enano ciego y le condujo hasta un viejo tocón, donde se sentó a descansar. Tenía el pelo largo y gris, el rostro arrugado y debía de ser al menos veinte años mayor que el resto. Blancanieves posó su mano sobre la rodilla del anciano para que supiera que se encontraba a su lado.
—Gracias por lo de antes —dijo la muchacha en voz baja—. Por defenderme.
Muir asintió con la cabeza. Sus ojos estaban nublados por una película blanca que le cubría los iris.
—Tu padre era un buen hombre —afirmó—. El reino floreció con él y nuestro pueblo prosperó.
—¿Había más como vosotros? —preguntó Blancanieves.
Muir asintió con la cabeza.
Gort se recostó sobre el tocón, tomó otro sorbo de licor y relató:
—Un día, el grupo que ves ante ti descendió a la mina para trabajar durante un mes. Gus era solo un niño. Cuando regresamos a la superficie… no quedaba nada. La tierra estaba negra. Todo y todos estaban muertos. Habían desaparecido —chasqueó los dedos para indicar la rapidez con que había sucedido.
—Fue un mes después de la muerte de tu padre —añadió Muir.
Blancanieves asintió con la cabeza. Ella también recordaba aquel primer mes. Había oído las explosiones más allá de las murallas del castillo. Los incendios arrasaban los campos y los soldados de Ravenna reían a carcajadas en el patio, alardeando de las aldeas que habían incendiado y las muertes que habían vengado. En aquel entonces, ella solo tenía siete años, pero supo que el reino nunca volvería a ser el mismo. Lo había sentido en la boca del estómago. Ella nunca volvería a ser la misma.
Muir permaneció sentado junto a Blancanieves hasta que el sol se escondió por el oeste. La muchacha bailó una alegre melodía con Gus, dejando que el joven enano se subiera a sus pies. Luego cantó con Nion y comió lo que quedaba de la carne de zorro, disfrutando de su primera comida de verdad desde hacía algún tiempo. Pero al final de la noche, cuando los enanos se retiraron a dormir, no podía dejar de pensar en lo que Muir había dicho en el bosque. Está predestinada. Era el futuro que Anna había predicho, cómo tendría que sacrificarse a sí misma y gobernar el reino. Cuando Anna había pronunciado aquellas palabras, le habían sonado muy extrañas. Blancanieves había pasado su vida como prisionera de la reina, encerrada en una torre del castillo. ¿Cómo podría dirigir a nadie? E incluso si lo intentara, ¿quién la escucharía?
Pensó en la aldea de Anna y en las mujeres que habían huido al bosque, abandonando sus casas envueltas en llamas. Lily no podía dejar de llorar. Ahora, después de todo lo que había visto, la profecía de Anna le resultaba más creíble. No podría soportar que los hombres de Ravenna arrebataran la vida a nadie más. No quería escuchar gritos de mujeres que habían perdido sus hogares, ni ver rostros de niños con cicatrices, desfigurados simplemente para que la reina no se los arrebatara a sus madres.
Miró el denso bosque a su alrededor. Había flores en torno al cazador y, cuando se quedó dormido, su rostro pareció más calmado —atractivo incluso—. Coll y Duir dormitaban espalda contra espalda, como si estuvieran unidos para siempre. A medida que la noche caía, iban surgiendo más criaturas de la espesa arboleda: ardillas, castores y hermosos pájaros que descendían de los árboles.
Dos urracas aletearon delante de Blancanieves y sus alas iridiscentes brillaron a la luz de la luna. En un abrir y cerrar de ojos se transformaron en dos hadas. Las miró fijamente y se dio cuenta de que eran las que la habían ayudado cuando estaba encerrada en el castillo. Ellas la habían salvado.
Se alejaron, haciéndole señas para que las siguiera. Su dulce zumbido llenó el aire. Blancanieves se internó en la espesura en dirección a un intenso resplandor blanquecino que brillaba en la oscuridad, más allá de unas ruinas de piedra. Mientras se aproximaba, el bosque empezó a revelar su magia. Los animales la rodeaban y avanzaban a su lado entre los gigantescos árboles. Los pájaros volaban en formación sobre ella. Y aparecieron conejos y ciervos que la siguieron en una enorme manada.
Pero hasta que no estuvo a solo tres metros de distancia, no pudo distinguir de dónde emanaba la luz. Bajo un gran árbol había un majestuoso semental blanco, envuelto en un resplandor dorado.
Blancanieves se aproximó al enorme animal y este se inclinó para que le acariciara el morro. Sus oscuros ojos marrones le devolvieron la mirada, como si entendiera todo lo que ella estaba pensando y sintiendo. El caballo acercó la cabeza a la de Blancanieves y ella sintió el cálido aliento del animal en el cuello. Blancanieves se volvió hacia el bosque y vio que los enanos y el cazador se habían despertado y la habían seguido. Estaban distribuidos a su alrededor, contemplando la escena entre los árboles.
Beith sacudió la cabeza con incredulidad.
—Jamás se había visto nada parecido —dijo.
—La está bendiciendo —añadió Muir más allá del luminoso bosque—. Ella es la vida. Ella sanará la tierra. Ella es la elegida.
Blancanieves rodeó el cuello del animal con las manos y sintió una inmensa paz. Al escuchar la profecía en aquel momento y en aquel lugar, le invadió el deseo de actuar. Haría lo que el reino le pidiera. Devolvería la dignidad al trono.
Acarició al caballo y la luz que lo envolvía brilló con mayor intensidad. A su alrededor, flotaban luminosas partículas doradas.
—Con oro o sin oro —dijo Muir a los demás—. A donde ella me guíe, yo la seguiré.
Blancanieves sonrió y reposó la cabeza sobre el cuello del semental. Pero cuando estaba a punto de tocar su hermoso lomo blanco, vio algo con el rabillo del ojo: una flecha que volaba por el aire. Cayó desde arriba y se clavó en el flanco del animal. Asustado, el caballo se encabritó y salió corriendo hacia el bosque, empujándola a su paso. Los demás animales huyeron y los enanos se volvieron con las armas en alto. Sobre la colina, por encima de ellos, se desplegaban los hombres de Finn espada en mano.
Un fuerte viento sopló entre los árboles, dispersando oscuras sombras donde antes había luz. Los enanos se colocaron las máscaras de guerra y aferraron las armas. Eric desenfundó las hachas de su cinturón y empuñó una con cada mano. Blancanieves miró con recelo a los hombres de Finn, recorriendo el rostro de cada uno de ellos. Entonces, se quedó paralizada al distinguir los ojos color avellana que había conocido de niña. William se encontraba entre ellos. Iba a caballo, con la espada desenvainada. ¿Qué hacía allí? ¿Por qué estaba luchando con ellos?
No disponía de tiempo para asimilar lo que veía. El bruto que había disparado al caballo blanco levantó el arco y colocó una nueva flecha. Apuntó hacia ella y sonrió. Antes de que Blancanieves pudiera moverse, William golpeó al hombre desde su caballo y la flecha salió despedida hacia las copas de los árboles. Gus la agarró de la mano y la arrastró hacia el bosque, lejos de los soldados.
—¡Vamos! —gritó mientras el ejército de Finn descendía hacia ellos.
El zumbido del Bosque Encantado fue sustituido por los gritos de la batalla. Las espadas chocaban entre ellas y los caballos relinchaban a su espalda. Blancanieves continuó corriendo junto a Gus. Miró hacia atrás, por encima del hombro, y vio a William cabalgando entre los árboles. La seguía de cerca y su armadura brillaba a la luz de la luna.
El enano tiraba de Blancanieves y apretaba su mano con tanta fuerza que le hacía daño en los dedos.
—¡Más rápido! —gritó, saltando por encima de ramas caídas y rocas.
Pero Blancanieves no podía retirar los ojos de William. Estaba a unos veinte metros de ellos, tal vez algo más. Se libró de la mano de Gus, se escondió entre los arbustos y esperó a que William estuviera a su alcance. Tan pronto como pasó a su lado, dio un salto y le agarró el brazo con ambas manos. Entonces tiró y William cayó del caballo.
Gus corrió hacia ella y levantó el hacha, dispuesto a descargarla sobre el cuello del muchacho.
—¡Gus, no! —ordenó Blancanieves. El enano se detuvo justo a tiempo, cuando el hacha casi rozaba la piel de William.
La muchacha se quedó quieta junto a él, contemplando el rostro que recordaba de una década atrás. Su ondulado pelo castaño estaba alborotado, igual que cuando era un niño.
—¿Qué haces aquí? —preguntó ella—. Te vi en la aldea.
—Soy yo —dijo él—. William —se incorporó con el pecho agitado, cogió el arco del suelo y reunió las flechas con una mano.
—Lo sé —respondió Blancanieves con voz tensa.
Apenas podía creerlo. El muchacho en el que había pensado todos aquellos años había regresado. La había llamado a gritos la noche que escaparon. Pero ¿estaba allí para ayudarla?
—¿Por qué estás con ellos? —preguntó sacudiendo la cabeza.
William escudriñó el bosque.
—Llegaron noticias a Carmathan de que estabas viva —explicó—. La reina había capturado a Thomas y a su hijo. Estaban allí cuando tú escapaste. Thomas oyó que habías salido del castillo. Estaba con ellos porque eran los únicos que sabían cómo encontrarte.
—Ella trató de matarme… —comenzó a decir Blanca— nieves con los ojos inundados de lágrimas.
Iba a seguir, pero una rama crujió entre los arbustos cercanos. Se giraron y vieron al gigantesco guerrero que había pretendido dispararle minutos antes. La flecha estaba ya colocada en el arco. Esta vez no fallaría.
Levantó el arma y Blancanieves trató de huir corriendo, pero tras ella había una densa maleza que le bloqueaba el paso. La flecha inició el vuelo. Entonces, Gus se lanzó delante de Blancanieves y recibió el disparo en su pecho. Cayó al suelo, a los pies de la muchacha, retorciéndose de dolor.