Eric y Blancanieves recorrieron cinco kilómetros a través de una pradera y un bosquecillo, hasta que el terreno se abrió a un pantano. Blancanieves se quitó los improvisados zapatos de cuero y dejó que sus pies desnudos se hundieran en el barro. Avanzaba con dificultad, paso a paso, seguida por Eric.
Él le había asegurado que aquel era el camino hacia Carmathan, que debían seguir adelante por el pantano. Pero a cada kilómetro que avanzaban, aumentaba la desconfianza de Blancanieves. Aún no divisaba la fortaleza a lo lejos y tampoco había visto ni rastro de los hombres del duque. Pensó en aquel mapa dibujado en el suelo y en la aldea que Eric había señalado, el lugar al que había querido llevarla en un principio.
El nivel del agua fue subiendo. Blancanieves se alzó el vestido —lo que quedaba de él, al menos—, en un intento de mantener la ropa seca. Sus pies chapoteaban sobre la tierra húmeda y el barro frío se colaba entre sus dedos. Contempló los pececillos que nadaban en torno a sus tobillos. Bancos enteros se aproximaban y escapaban, moviéndose al mismo tiempo que ella. Cuando finalmente alzó la vista, vio unas siluetas negras delante de ellos. Se encontraban en la orilla del pantano, a casi diez metros de distancia. Aparecían recortadas contra el sol del atardecer y pudo distinguir los arcos y las flechas que portaban a la espalda.
Era demasiado tarde para retroceder. Blancanieves mantuvo la cabeza agachada, con la esperanza de que no la reconocieran. Cuando se aproximaron más, una de las figuras se adelantó hacia ellos, con el rostro oculto bajo una capucha negra. Apuntó una flecha hacia el pecho de Blancanieves.
—Dicen que solo los demonios y los espíritus sobreviven en el Bosque Oscuro. ¿Qué sois vosotros? —preguntó.
Eric desenfundó las hachas que colgaban de su cintura y se colocó delante de Blancanieves, interponiéndose entre ella y la figura encapuchada.
—¿Tal vez sois espías de la reina? —continuó diciendo aquella persona.
—Somos fugitivos de la reina —explicó Eric.
Blancanieves alzó los ojos y permitió que el encapuchado viera su rostro.
—No queremos haceros ningún daño —dijo y tocó con la mano el brazo de Eric para que bajara las hachas. Él la complació.
La figura se inclinó hacia atrás y la capucha cayó, descubriéndole la cara. Blancanieves vio entonces que se trataba de una mujer. Tenía el cabello rojizo, recogido en trenzas, y unos rasgos delicados —nariz estrecha y pómulos salientes—, pero lo que más llamaba la atención era su cicatriz. Una gruesa marca rosada le surcaba el rostro desde la parte alta de la frente hasta acabar sobre la barbilla, pasando por el ojo y la mejilla derecha.
Las demás figuras bajaron las armas y se quitaron también las capuchas. Todas eran mujeres, y todas hermosas, aunque lucían idénticas cicatrices atravesándoles el lado derecho del rostro.
—¿Dónde están los hombres? —preguntó Eric.
—Se han marchado —respondió la mujer pelirroja. Entonces, sonrió y alargó la mano para que Blancanieves se agarrara—. Soy Anna. Bienvenidos.
Unas horas más tarde, Blancanieves se encontraba sentada junto a una hoguera, con una manta de lana sobre los hombros. Por primera vez en años, llevaba puesta ropa seca y limpia. Los pantalones eran algo grandes para ella y notaba la aspereza de la camisa en la piel, pero nunca se había sentido más rodeada de lujo.
Contempló cómo una de las ancianas de la aldea cosía la herida de Eric y la cubría con una gasa limpia. Antes de marcharse, anudó el vendaje para que no se moviera. Eric se mostraba más tranquilo de lo que Blancanieves le había visto jamás, y su rostro aparecía amable al resplandor del fuego.
La aldea estaba formada por un grupo de cabañas sobre pilotes, bajo las que fluía un arroyo poco profundo. Anna los había conducido en un bote hasta su casa, que se encontraba seis metros por encima del pantano, rodeada por una plataforma de madera. En aquel momento se hallaba sentada junto a su hija en un rincón de la tarima. La niña no tendría más de siete años. Trabajaban con calma limpiando peces que luego colgaban de un cordel para que se secaran.
—Esta es la aldea, ¿verdad? —dijo Blancanieves volviéndose hacia Eric, aunque ya sabía la respuesta—. ¿A la que pretendías traerme antes de jurarme que me llevarías al castillo del duque?
Eric bajó los ojos.
—No estoy seguro de que Hammond me hubiera brindado un recibimiento muy caluroso —respondió y se puso de nuevo la camisa, estremeciéndose a medida que la tela se deslizaba por su costado.
—¿Por qué? —preguntó Blancanieves, y cruzó los brazos sobre el pecho a la espera de una excusa. Le había mentido. Había prometido que la llevaría al castillo del duque y no lo había hecho. Era así de sencillo.
Eric suspiró. Se inclinó hacia delante y alargó las manos llenas de arañazos hacia el fuego.
—Cobré alguna que otra recompensa por entregar a varios hombres del duque. Yo robo al duque, él roba a la reina, es algo así como el ciclo de la vida.
Blancanieves estuvo a punto de echarse a reír. Había confesado aquello con absoluta indiferencia y sin ningún remordimiento. Nunca había conocido a nadie con tan poca sensibilidad.
—Llegaré al castillo del duque con tu ayuda o sin ella —aseguró.
Eric la miró a los ojos.
—Cumplí mi palabra. Te prometí que te llevaría a un lugar seguro. Y aquí estás a salvo, ¿no es así? —recorrió con la mirada las cabañas que había frente a ellos. En todas se distinguía una pequeña hoguera encendida en el porche de madera. Las mujeres estaban sentadas unas junto a otras, comiendo, hablando de la llegada de Blancanieves.
La muchacha se contempló las manos, todavía manchadas por la mugre del Bosque Oscuro. La suciedad seguía incrustada bajo sus uñas, a pesar de haberlas lavado en la pila de Anna. Cuando levantó los ojos, Eric la estaba mirando fijamente. Tenía algo en la palma de la mano.
—¿Qué es eso? —preguntó Blancanieves.
—Está hecho con el cartílago del corazón de un ciervo —ella se encogió de hombros, sin comprender lo que aquello significaba. Eric continuó—: El ciervo es el animal más asustadizo del bosque, pero tiene un hueso en el corazón y hay quien asegura que le infunde valor cuando lo necesita. Es un amuleto de protección —al pronunciar aquellas palabras, los ojos se le empañaron de lágrimas. Hablaba muy despacio, con pausas, como tratando de controlar las emociones. Instintivamente, Blancanieves supo que aquello había sido un regalo de Sara.
Él sacudió la cabeza y rio.
—Pero no funciona —añadió. Con una sonrisa devolvió el objeto a su bolsillo.
En ese momento, Anna entró con un plato de pescado en las manos. Colocó el recipiente metálico sobre la lumbre y dejó que hirviera a fuego lento. Un olor a trucha impregnó el ambiente. Blancanieves miró a la niña, Lily, que seguía cortando el resto del pescado. Tenía unos enormes ojos azules y las mejillas regordetas y, aunque su rostro estaba marcado con una cicatriz como las demás mujeres, Blancanieves no podía dejar de mirarla.
—Es hermosa —dijo finalmente.
Anna había soltado su larga cabellera pelirroja, que caía en apretadas ondas alrededor de su rostro. Se frotó la frente.
—Hoy en día esas palabras no resultan un halago, ya que el cumplido puede convertirse en maldición. La juventud no puede alterarse, pero la belleza…
Los ojos de Blancanieves se llenaron de lágrimas al pensar en aquellas madres desfigurando a sus hijas para evitar que se convirtieran en víctimas de la reina. Todo para que Ravenna no les hiciera lo mismo que a Rosa.
—Me entristece mucho —dijo con pesar.
Anna miró primero a Eric y luego a Blancanieves.
—Hemos renunciado a la belleza para criar a nuestros hijos en paz. Y tú, princesa, también deberás enfrentarte a tu propio sacrificio.
Blancanieves miró a Eric con expresión acusadora. Él sacudió la cabeza.
—A mí no me mires —respondió, levantando las manos—. Yo no he dicho nada.
Anna ladeó la cabeza.
—Sé quién eres. Llegaron noticias de que habías escapado. Dos líderes rebeldes de Carmathan fueron capturados por la reina el mismo día que tú huiste del castillo. Uno sobrevivió y regresó junto al duque —alargó el brazo y tomó la mano de Blancanieves entre las suyas—. Prepárate, querida, ya que no tardará en llegar el momento en que debas afrontar ese sacrificio y gobernar el reino.
—¿Cómo sabes eso? —exclamó Blancanieves suspicaz, retirando la mano de entre las de Anna. Hacía solo unas horas que se conocían y, aunque les hubiera ayudado mucho, seguía siendo una extraña. ¿Cómo podía hablarle de aquel modo?
Anna miró a Blancanieves.
—Puedo sentirlo —respondió. Luego se levantó y regresó junto a Lily para ayudarla a terminar con el pescado.
Blancanieves notó que le ardían las mejillas. Anna no sabía lo que decía. ¿Qué importaba lo que ella sintiera? Blancanieves no era un soldado. Acudiría al castillo del duque Hammond y permanecería allí hasta que la guerra hubiera terminado. Las mujeres nunca habían formado parte del ejército. No estaba permitido.
Se recostó en la plataforma de madera y se envolvió con la manta de lana. Trató de dormir, pero sentía la mirada de Eric.
—¿Qué? —preguntó por fin, cuando no pudo resistirlo más.
Él sonrió y respondió con dulzura:
—Nada, princesa —retiró el pescado del fuego y separó la carne de las espinas.
Pensó en lo que Anna había dicho. En cierto modo, no le sorprendía. La manera en que Blancanieves le había salvado en el Bosque Oscuro significaba algo. Mostraba un valor del que otros carecían. Que Anna pudiera sentirlo, como ella había asegurado, era una historia del todo distinta.
Eric advirtió que Blancanieves finalmente se dejaba arrastrar por el sueño. Anna y su hija se retiraron al interior de la cabaña, tras desearle buenas noches. Él permaneció allí largo rato, hasta que todas las hogueras se fueron extinguiendo a su alrededor. No tardó en quedarse solo en la oscuridad.
Ravenna acudiría pronto en su busca. Había escapado con su prisionera, traicionado a sus hombres y herido a su hermano. No pasaría mucho tiempo antes de que encontrara su rastro hasta la arboleda, más allá del Bosque Oscuro. Ahora que la muerte le rondaba, él se resistía, sin querer que sucediera de aquel modo —según las condiciones de la reina—. No después de que le hubiera mentido.
Aunque tal vez Anna hubiera imaginado lo del «sacrificio», era la excusa que necesitaba. Blancanieves estaría bien sola. Le había salvado en dos ocasiones en el Bosque Oscuro. Además, tenía el cuchillo y era lo bastante inteligente para llegar hasta la fortaleza del duque por sus propios medios. Los hombres de la reina tardarían al menos otro día en rodear el Bosque Oscuro, como poco.
Recogió sus cosas en la oscuridad y se colgó las hachas del cinturón. Tomó algunas vendas para la herida y otra trucha para el día siguiente. Luego miró el rostro de Blancanieves por última vez. Sus labios se movían en sueños.
—Maldita sea —refunfuñó, molesto de que no le resultara tan sencillo como había esperado. No era alguien que fomentara las relaciones y las amistades, por todas las complicaciones que suponía acostumbrarse a compartir la vida con alguien. Siempre resultaba más sencillo ir por su cuenta.
Se dirigió hacia la escalera situada en el lado contrario de la cabaña, pero se detuvo al sentir el peso del amuleto en el bolsillo del pantalón. Lo cogió, recordando el día en que Sara se lo había regalado. Fue después de que comenzaran los enfrentamientos. Llegaban noticias de hombres asesinados en el bosque y ladrones que saqueaban los carromatos de provisiones e incendiaban los caminos. «Por si acaso», había dicho ella, apretándolo contra la palma de Eric. Sara siempre había creído en aquel tipo de supersticiones.
Lo miró por última vez, convencido de que Sara hubiera querido que la muchacha lo tuviera. Le habría encantado su espíritu, el modo en que siempre parecía estar pensando en algo que no compartiría con nadie. Y Sara le habría mostrado su gratitud por lo que había hecho aquel día, el coraje con el que había actuado en el linde del Bosque Oscuro. Aunque detestara admitirlo, él también estaba agradecido.
Colocó el amuleto en la palma abierta de Blancanieves, deseando que lo que Sara le había dicho fuera cierto. Tal vez sí funcionara. Quizá no fuera una absoluta tontería. De hecho, él seguía vivo. Había sobrevivido a la pérdida de su esposa, a pesar del absoluto desprecio mostrado por su propia vida, y había logrado atravesar el Bosque Oscuro. Algo le había estado protegiendo todos esos años.
—Por si acaso —murmuró. Luego descendió la escalera, sin atreverse a mirar atrás.