Ravenna deambulaba por el jardín del castillo y frotaba el dorso de su mano, donde la piel aparecía vieja y arrugada. Cerró los ojos un instante y contempló lo mismo que Finn estaba viendo. Las imágenes le llegaban a fogonazos —una visión fugaz de un caballo con una herida abierta en el costado—. Los mercenarios caminaban tras su hermano, abriéndose paso con las espadas a través de la densa maleza. En algún lugar del Bosque Oscuro, un hombre lanzó un alarido tan agudo que se le erizó el pelo de la nuca.
Ravenna había tratado de guiar a Finn por aquel peligroso terreno a pesar de las limitaciones de sus poderes. Ahora que su hermano se encontraba en las profundidades del Bosque Oscuro, ya no podía sentir tan claramente dónde se hallaba, con quién estaba y los rostros de los hombres aparecían desdibujados. Pero durante aquellas horas, había vislumbrado su silueta cruzando una ciénaga y avanzando a través de un prado de hierba densa, alta y elástica. Seguía vivo, con la camisa cubriéndole la boca y la nariz mientras se recuperaba del estupor causado por el polen.
Las visiones de la muchacha eran lo que la asustaba. Blancanieves estaba con él —con aquel cazador—, dirigiéndose hacia los límites del bosque, y no parecía herida ni abrumada por los peligros de la espesura. En solo unas horas dejarían atrás la zona de maleza. ¿Y si Finn no lo conseguía? ¿Y si el Bosque Oscuro lo devoraba como había hecho con tantos otros? ¿Quién perseguiría entonces a la muchacha?
Ravenna inició el regreso a través del jardín con paso lento. La hierba estaba marchita y reseca y había una única flor en el manzano, como si todo el castillo se hubiera debilitado y se mostrara tan vulnerable al tiempo y a la muerte como ella misma. La reina miró aquella flor de color rosa pálido, con los bordes de los pétalos secos. También se caería. La flor finalmente desaparecería y el árbol acabaría pudriéndose de dentro afuera.
Apretó la flor entre los dedos y la arrancó de la rama seca. Tenía un tacto suave. Luego cerró los ojos, tratando de aprovechar sus poderes, de conducir a su hermano más cerca de la muchacha.
—Encuéntrala —murmuró mientras los pétalos se deshacían en su mano.
Eric caminó hacia el límite del bosque, donde los gruesos árboles descendían por una pronunciada pendiente. Hizo una seña a Blancanieves para que le siguiera. Se colocó las dos hachas a un costado y se sentó sobre la otra cadera para deslizar se por la cuesta embarrada. Bajó a trompicones hasta el fondo, sintiendo un intenso dolor en el lado. Ahora que el grog se había acabado, la herida le dolía más que antes. Notaba cada giro y cada movimiento como una nueva espada hundiéndose en su carne.
La niebla se estaba disipando, pero no pudo identificar la construcción que había a unos cientos de metros, más allá de un montón de grandes rocas. Avanzó en esa dirección y se subió a una piedra para conseguir una mejor perspectiva. Un arroyo serpenteaba a través de la arboleda y un puente de piedra comunicaba ambas orillas. Allí, al otro lado, se acababa por fin el Bosque Oscuro. Había kilómetros de campo abierto en todas direcciones.
—No puede ser tan fácil —dijo entre dientes.
Oyó las pisadas de Blancanieves aproximándose a él.
—¿Este es el final del Bosque Oscuro? —preguntó ella.
Eric se volvió hacia la espesura. Los enormes árboles se alzaban sobre ellos.
—Eso parece —respondió mirando hacia el puente. Aquel era el camino correcto, lo sabía. Había seguido el rastro del ciervo hasta ese lugar. Pero ahora que habían llegado, al ver el final del bosque a menos de treinta metros de distancia, resultaba difícil creer que lo hubieran conseguido. Todo había acabado. Habían llegado al otro extremo. Eric miró a Blancanieves y su rostro se abrió en una sonrisa burlona.
Ella se adelantó en dirección al puente. Iba prácticamente corriendo.
—¿Cuánto queda para llegar al castillo del duque? —preguntó por encima del hombro, con voz alegre.
Eric corrió tras ella. Se alisó el cabello con los dedos, disfrutando del sol sobre la piel. El Bosque Oscuro era tan denso que no había podido sentirlo.
—No puede estar a más de ocho kilómetros en línea recta —dijo señalando hacia una bandada de pájaros que volaba en círculos en el horizonte.
Blancanieves miró al cazador y sonrió. La luz del atardecer se colaba entre los árboles y proyectaba un brillo rosado sobre su rostro. Eric sabía que era hermosa —se había dado cuenta la primera vez que la vio—, pero al contemplarla en aquel momento, advirtió que Blancanieves no era consciente de ello. Y, aunque él nunca lo admitiría, en cierto modo, aquello la volvía incluso más atractiva. Cuando se desenredaba el pelo o le miraba entrecerrando sus ojos oscuros, contemplándole como si fuera el ser humano más espantoso sobre la tierra, no lo hacía con picardía. No eran los gestos de una chica barata de taberna.
Eric posó una mano sobre su herida, agradecido de que lo peor del viaje hubiera pasado. Si lograba llevar a Blancanieves hasta la aldea que había a unos kilómetros, podrían descansar. Allí estaría a salvo —sería suficiente—. No podría cumplir su acuerdo, ya que ir a Carmathan no entraba dentro de sus planes. En los momentos más difíciles, Eric había robado suministros al duque y había entregado a varios de sus hombres a la reina a cambio de una recompensa. Era demasiado vergonzoso hablar de aquello, pero sucedió en la época en que un trago importaba más que cualquier otra cosa. Tan pronto como Blancanieves estuviese a salvo, él desaparecería en el bosque, tanto si recibía la recompensa como si no. Se marcharía antes de encontrarse con el duque y sus hombres. Todo aquello habría acabado y el desagradable asunto de la reina quedaría atrás.
Empezaron a cruzar el puente, casi rozándose con los hombros. Frente a ellos se extendía una pradera y el viento mecía la hierba. Eric percibió a su espalda el borboteo del arroyo mezclado con un ruido seco de grava. Miró atrás, buscando rocas que cayesen. Parecía que el puente se movía un poco. Se desmoronaron algunas piedras en los laterales y Eric colocó la mano sobre el brazo de Blancanieves para alertarla. Miraron hacia el arroyo poco profundo y vieron cientos de cadáveres de animales bajo la superficie del agua. Eric pudo distinguir un cráneo de oso y la caja torácica recién devorada de un ciervo gigantesco. Los huesos estaban todavía cubiertos de sangre.
El puente empezó a agitarse. De repente, recordó todas las leyendas sobre el Bosque Oscuro; sabía de qué se trataba.
—¡Un trol! —gritó. La parte alta del puente se elevó y se abrieron unos ojos en el lateral de la piedra. Aquella gigantesca bestia había permanecido acurrucada, esperando a que cruzaran. Eric aferró el brazo de Blancanieves y se abalanzó hacia el final del bosque, pero estaban aún a diez metros de distancia. No lograrían cruzar.
El trol se levantó y los lanzó por los aires. Eric cayó violentamente sobre el arroyo y un esqueleto despedazado crujió bajo su peso. Se quedó sin aliento. Permaneció allí, jadeando, hasta que al fin consiguió respirar. Tenía la ropa empapada y el agua helada le provocaba escalofríos por todo el cuerpo.
—¿Estás bien? —preguntó, tratando de localizar a Blancanieves. Ella había aterrizado en la orilla embarrada, con la cabeza peligrosamente cerca de una afilada roca.
La joven no respondió. Tenía los ojos fijos en algo que había detrás de Eric. Él se volvió, siguiendo su mirada. Aquella inmensa criatura medía casi seis metros y su grisácea cara moteada estaba clavada en ellos. De su cabeza sobresalían unos cuernos y sus ojos eran redondos, brillantes y negros como el carbón.
—¡Corre! —aulló Eric, poniéndose en pie.
Blancanieves salió como una flecha y ambos huyeron por el lecho del arroyo. El gigante los seguía, meciendo los puños.
Cada vez que la bestia daba un paso, la tierra temblaba. Eric trataba de mantener el equilibrio, pero el trol no tardó en estar justo detrás de él.
—¡Vete, sal de aquí! —gritó a Blancanieves, señalando con la cabeza la parta alta del arroyo. Si regresaba dando un rodeo, podría salir del Bosque Oscuro en unos minutos.
Blancanieves le miró, sin saber qué hacer.
—¡Márchate! —exclamó Eric, empujándola para que huyera. Luego se volvió y se enfrentó a aquel monstruo gigantesco. El trol se detuvo a horcajadas sobre el arroyo. Eric empuñó las dos hachas, una con cada mano. No tuvo tiempo de pensar, simplemente echó a correr, con las armas dirigidas hacia las piernas de aquella cosa.
El trol balanceó un brazo hacia Eric. Él esquivó el golpe y el puño de la criatura pasó rozándole la cabeza. El cazador clavó ambas hachas en la pierna izquierda del gigante, pero no le causó ningún daño. La piel del trol era gruesa y dura y el filo del hacha solo la melló. El monstruo apenas se estremeció.
El gigante bajó los ojos hacia Eric y dejó escapar un leve gruñido. Entonces le agarró por la cintura y le lanzó hacia el arroyo. El hombre cayó sobre el lecho embarrado. Se ladeó, sintiendo punzadas en la cabeza y con el cuerpo dolorido por el impacto.
El trol avanzó en su dirección. Eric se miró el costado ensangrentado; el corte bajo las costillas se había abierto de nuevo. Apretó la mano contra la herida, en un intento de detener la hemorragia.
El trol tardó unos segundos en abalanzarse sobre él. Eric sentía aquella cara de piedra tan cerca que su aliento apestoso y caliente le alborotó el pelo. Vio unos dientes amarillentos sobresaliendo del labio inferior. El gigante cogió impulso con el puño y Eric apretó los párpados, a la espera del golpe definitivo.
—¡Aléjate de él! —gritó la muchacha. Eric abrió los ojos. Blancanieves bajaba corriendo por el arroyo, con los pies chapoteando en el agua. Llevaba el cuchillo apuntando hacia delante, como él le había enseñado. En aquel momento, parecía tan diminuta y patética. No era mayor que el pulgar del gigante.
—¡No! —exclamó Eric en voz baja, como si aquella sola palabra pudiera detenerla. Le dolía todo el cuerpo. Trató de levantarse, pero el dolor le invadió el costado. El trol se alejó de él y fijó su atención en Blancanieves.
El gigante empezó a bajar por el arroyo hasta que estuvo solo a unos metros de ella. Con los ojos clavados en los de la criatura, la muchacha alzó el antebrazo. Incluso desde la parte baja de la orilla, Eric pudo ver que estaba temblando. Tragó saliva, temeroso de lo que la bestia pudiera hacer. Había oído contar que aquellos seres aplastaban el cráneo de sus víctimas antes de darse un festín con sus tripas. Estaba dispuesto a entregar su propia vida, antes que ver cómo el trol le arrebataba la suya a Blancanieves.
Pero el gigante permaneció quieto, con los ojos entrecerrados. Respiraba con dificultad y el hedor de su aliento estremecía a Blancanieves. El cara a cara duró apenas unos minutos, ya que la bestia fue relajando los puños poco a poco. Luego se inclinó hacia delante, ladeó la cabeza y se fijó en la diminuta figura que había frente a él. Blancanieves no se inmutó. Solo miraba fijamente al enorme monstruo. El trol dejó escapar un leve bufido y comenzó a alejarse por el arroyo. Mientras avanzaba, dio un puntapié a una roca. Eric lo contemplaba todo, sin estar seguro de que estuviera sucediendo en verdad.
Cuando el trol desapareció de su vista, Blancanieves bajó el cuchillo, corrió hacia Eric y le abrazó. Despacio, le ayudó a ponerse en pie.
Él sacudió la cabeza. No podía creer que ella se hubiera comportado de aquel modo tan temerario. El trol podía haberle roto el cuello con un simple movimiento de su dedo.
—Te dije que corrieras —dijo Eric, buscando los ojos castaños de la muchacha.
—Si lo hubiera hecho, ahora estarías muerto —respondió ella endureciendo la mirada—. Habría sido suficiente con decir «gracias» —le soltó y él se tambaleó, mientras trataba de recuperar el equilibrio. Ella le dio la espalda y comenzó a subir por la orilla rocosa.
—Espera —dijo Eric con dulzura. La miró y se fijó en el mechón de pelo negro que le caía sobre los ojos. Tenía un rasguño en la frente, pero, aparte de eso, parecía ilesa. No podía dejar de contemplar a aquella muchacha de apenas cincuenta kilos y preguntarse de dónde sacaba tanta fuerza. ¿Por qué se había arriesgado de aquella manera? ¿Qué le había impulsado a regresar con solo un cuchillo de diez centímetros para defenderse? Había conocido hombres hechos y derechos menos combativos que ella.
Blancanieves cruzó los brazos sobre el pecho.
—¿Qué? —preguntó con tono crispado.
Eric sonrió, caminó lentamente hacia ella y posó la mano sobre el hombro de Blancanieves, sin dejar de mirarla.
—Gracias.