Eric se detuvo en el acceso al Bosque Oscuro, observando las sombras que acechaban entre los árboles. Había estado allí antes, pero nunca se había adentrado más de cuarenta metros. Su última visita había sido después de que la reina tomara el poder. Los alimentos escaseaban y él seguía el rastro de un cervatillo a través de un claro, cuando el animal desapareció entre los remolinos de bruma. Todos en la aldea sabían que el Bosque Oscuro se tragaba a los hombres. Todos habían oído hablar de gigantescas serpientes que se te enroscaban por las piernas, arrebatándote la vida lentamente, y de flores venenosas que te mataban con solo rozarlas. Pero Eric tenía el estómago vacío y resultaba difícil resistirse a la posibilidad de conseguir carne para una semana.

A los pocos minutos de adentrarse en la niebla, le picó una araña. Era una gigantesca criatura de color rojo y gris que había caído de uno de los árboles. Ni siquiera notó su presencia hasta que estuvo encima de él. Tardó tres semanas en recuperarse. La carne en torno a la picadura se le descompuso y la fiebre, que aumentaba día tras día, le duró casi una semana y le provocaba violentas convulsiones que le despertaban por la noche. Había jurado que nunca regresaría.

Pero en aquel momento, después de transitar por su propio infierno, el Bosque Oscuro no parecía tan amenazador. Estaba solo, nadie le esperaba en la taberna y todo lo que aquel lugar podía arrebatarle ya lo había perdido.

—Haced exactamente lo mismo que yo —le dijo a Finn, que se encontraba tras él junto a cuatro de sus soldados. Todos sudaban a chorros y tenían el rostro pálido de miedo.

Eric avanzó hacia la niebla. Le temblaban las manos después de tantas horas sin echar un trago. Agarró la botella de grog que colgaba de su cintura, pero la dejó, considerando que no era buena idea. Ya lo celebraría cuando encontraran a la prisionera.

Después de caminar brevemente entre la arboleda, el terreno se volvió pantanoso. Eric se adentró en la ciénaga y pisó sobre una de las piedras musgosas que había frente a él. La roca se hundió un par de centímetros en el pantano, pero resultaba lo bastante firme para soportar su peso. Luego pisó sobre otra piedra y sobre otra, escuchando el quedo chapoteo del barro bajo sus pies. Aquella tierra era venenosa, lo supo por los huesos de pequeños animales que sobresalían del fondo. Finn avanzaba tras él y, a continuación, sus hombres. Siguieron adelante en silencio, atravesando el gigantesco pantano de piedra en piedra.

Eric lo cruzó el primero y luego se volvió para ayudar a los demás a alcanzar terreno firme. Por encima de ellos, volaban en círculos unos gigantescos pájaros. Uno de ellos se lanzó en picado y pasó rozando la cabeza de un soldado. Eric escuchó con atención entre los árboles, tratando de distinguir chasquidos de ramas o susurros de hojas. Solo oía los extraños sonidos del bosque. La gente aseguraba que aquella espesura se alimentaba de las debilidades de los hombres y que las fuerzas oscuras te atraían al descubrir tus anhelos más profundos. Mientras avanzaba al acecho, las palabras le resultaban ininteligibles, pero podía escuchar voces tenues entre los árboles.

Finn pasó junto a él y se dirigió hacia una zona llena de setas, pero Eric le agarró el brazo.

—Haced exactamente lo mismo que yo —insistió. Entonces, alzó su camisa sudorosa por encima del chaleco de cuero para cubrirse la nariz y la boca. Finn y sus hombres le imitaron.

A medida que avanzaban entre los hongos, el polen volaba a su alrededor y parte del polvo amarillo se les pegaba en el rostro y el pelo. Eric se arrodilló para examinar unas setas aplastadas que había a sus pies. Localizó toda una hilera que salía del prado y se internaba entre unos delgados árboles. Apartó algunas setas y descubrió una huella solitaria sobre el terreno.

Fijó la mirada en los árboles que había frente a él. Algo se movía tras ellos. Estaba tan concentrado que no percibió que uno de los hombres de Finn se había alejado hacia el extremo opuesto del campo, donde había una laguna que reflejaba el cielo grisáceo. Eric se volvió justo en el instante en que una misteriosa criatura emergía de sus profundidades y arponeaba al soldado en el pecho con su cola espinosa. En unos segundos arrastró al hombre, cuya espalda desapareció bajo la superficie vítrea.

Los demás se volvieron dispuestos a salir corriendo, pero Eric alzó la mano para detenerlos. Señaló hacia los raquíticos árboles grisáceos. Estaba seguro de que la prisionera huida estaba allí —podía oír cómo luchaba entre la densa maleza—. Iba a echar mano de una de sus hachas, cuando una rama se quebró. Una figura surgió entre los árboles y corrió en dirección opuesta, adentrándose aún más en el Bosque Oscuro.

Eric se lanzó a la caza, dejando caer la camisa que le cubría el rostro. Se movía con rapidez entre la espesa niebla, tratando de no plantar los pies demasiado tiempo en ningún lugar para que el musgo y las enredaderas no se enrollaran a sus tobillos. Su presa estaba a solo unos metros. Avanzaba a través de la densa arboleda, zigzagueando entre los árboles, hasta que se perdió en la bruma. Eric aminoró el paso para buscar rastros. Divisó unos densos arbustos en la parte alta, a su derecha, y unas ramas rotas por donde ella había entrado.

Con un rápido movimiento, introdujo los brazos dentro del arbusto y aferró una pierna de la muchacha. No necesitó mucha fuerza para arrastrarla, pero ella se defendió, retorciéndose bajo sus manos. Era menuda.

—¡Déjame marchar! —gritó y, al volverse, sus enormes ojos castaños se clavaron en los del hombre.

El cazador retrocedió unos pasos, sin saber qué hacer. Era mucho más joven de lo que había imaginado —no tendría más de diecisiete años—. Sus piernas estaban cubiertas de arañazos y heridas, y tenía la piel más blanca que jamás había visto, los labios rojos y carnosos, y una negra cabellera que le caía por la espalda. Al oír hablar de la prisionera, Eric había imaginado una despiadada bruja vieja blandiendo cuchillos o algo así. Esa muchacha —esa belleza— no era exactamente lo que esperaba.

La ayudó a levantarse y sujetó su brazo con firmeza. Ella intentó retroceder, hundiendo los talones en el suelo, y al ver que no la soltaba, le mordió la mano y le hizo sangre.

—¡Basta ya! —Eric la arrastró hacia el claro, tratando de llevarla hasta donde esperaban Finn y sus hombres.

Pero la muchacha forcejeó con él y le propinó un fuerte golpe en el cuello.

—¡Me va a matar! —gritó, y los ojos se le llenaron de lágrimas—. Me tuvo prisionera durante diez años y ahora va a matarme sin razón alguna. No he hecho nada malo.

Al contemplar su vestido andrajoso y su pelo enmarañado, Eric pensó que probablemente decía la verdad. Aunque, diez años… ¿Por qué habría encerrado la reina a una niña?

Sacudió la cabeza, mientras intentaba no ceder a las desesperadas súplicas de la muchacha.

—Lo que hayas hecho no es asunto mío, pero no eres el primer prisionero que asegura ser inocente.

La chica sintió que las piernas le fallaban y se desplomó en el suelo, convirtiéndose en un peso muerto.

—Por favor, tienes que creerme —suplicó, luchando para liberarse—. Su hermano intentó arrancarme el corazón.

Eric bajó los ojos hacia la muchacha. Estaba temblando, por sus mejillas rodaban lágrimas y no dejaba de mirarle con aquellos enormes ojos marrones. Jamás había visto a nadie tan aterrorizado.

—Lo juro —dijo ella.

El hombre volvió la vista hacia el Bosque Oscuro. Necesitaba un instante para reflexionar. Le apetecía sentarse, tomar un trago de grog y meditar sobre todo aquel asunto. Pero Finn y sus hombres se estaban aproximando con los rostros cubiertos todavía por sus camisas.

—¡Un trabajo rápido! —gritó el hermano de Ravenna, bajando el cuello de la prenda y retirándose el polen de los ojos.

Eric le contempló. Nunca le había gustado aquella delgada cara de comadreja que tenía ni la nariz puntiaguda que la remataba. La muchacha se puso en pie y se escondió tras el cazador, tratando de alejarse lo máximo posible de Finn.

—Es él —susurró—. El que me amenazó con un cuchillo —las manos le temblaron terriblemente al ver que Finn se acercaba.

—¿Qué es lo que piensas hacer con ella? —preguntó Eric al tiempo que se adelantaba para cortarle el paso.

Finn frunció el labio superior con disgusto.

—Eso no te importa, cazador —respondió y se volvió hacia los tres guardias que quedaban para indicarles que se aproximaran.

Eric agarró con más fuerza a la muchacha. La cabeza estaba a punto de estallarle después de tantas horas sin beber y tenía la frente cubierta de gotas de sudor. Aún se sentía débil para luchar.

—Cumpliré mi palabra cuando la reina cumpla la suya —exclamó. Entonces, aflojó la mano con la que sujetaba a Blancanieves y retrocedió, empujándola hacia el interior del bosque, lejos de los hombres de Finn.

Finn se retiró el flequillo sudoroso de los ojos.

—Eres un borracho y un loco —gritó entre risas—. Los poderes de mi reina son inmensos. Es capaz de arrebatar una vida o de preservarla, pero no puede traer a tu esposa de entre los muertos.

Eric se estremeció y aquellas palabras le hirieron más profundamente de lo que imaginaba posible.

—Pero ella me lo aseguró… —dijo y entonces se dio cuenta de que había sido lo bastante ingenuo como para permitir que un ligero atisbo de esperanza invadiera su corazón.

Al cerrar los ojos, pudo ver a Sara como la había encontrado aquel día. Se había puesto su vestido favorito —aquel con unos diminutos lirios bordados en el cuello— y el cuchillo había rasgado la tela al entrarle en el costado, por debajo de las costillas. Tenía otro corte en el cuello. Los aldeanos le dijeron que habían sido unos ladrones de provisiones —se habían llevado las dos monedas de oro que Eric guardaba y los botes de frutas y verduras escondidos bajo el fregadero—. Sara había intentado detenerlos. Cuando Eric llegó, sus manos estaban rígidas y frías.

De repente, el cazador supo lo que debía hacer.

Empujó a la muchacha para alejarla aún más de los hombres y, tan pronto como estuvo fuera de su alcance, ella corrió hacia los árboles, sin mirar atrás. Eric desenfundó el cuchillo que llevaba a la cintura. Lo lanzó con un giro de muñeca y se lo clavó en el pecho a uno de los guardias, junto al corazón. El hombre se tambaleó y se aferró a un árbol. Entonces el cazador empuñó las dos hachas que colgaban de su cinturón y las levantó en el aire, una en cada mano.

Finn se adelantó, sujetando la espada en ángulo, a la espera de acercarse lo suficiente a su cuello. Los otros dos guardias se abalanzaron sobre él. Eric golpeó a uno en la cabeza con el extremo romo del hacha. El hombre tropezó, ligeramente aturdido, y se llevó la mano a la sien para tocar la brecha abierta bajo su pelo rubio. Eric lanzó un golpe al otro guardia; este arremetió contra su costado. El cazador continuó luchando con él, bloqueando sus estocadas, pero entonces, con el rabillo del ojo, vio cómo Finn alzaba la espada y avanzaba, dispuesto a atacar.

Arrojó un hacha al pecho de Finn y este se tambaleó. Los guardias retrocedieron, vigilando el arma que Eric conservaba en las manos. Durante un instante, todos permanecieron inmóviles, contemplando cómo Finn se ponía de nuevo en pie. Como por arte de magia, la herida no sangró y su rostro recuperó la expresión; un gesto despectivo era lo único que indicaba que le había alcanzado. Arrancó el hacha de su pecho y rio, sintiendo la piel tersa donde había penetrado el filo. Tenía la camisa desgarrada, pero se encontraba perfectamente.

—La reina me protege —afirmó con tono misterioso—. Sus manos me han transmitido poder: nadie puede herirme. Ni siquiera aquí, dentro del Bosque Oscuro —soltó una carcajada y lanzó el hacha hacia Eric, pero falló y el arma quedó clavada en el tronco de un árbol cercano.

Eric notó la garganta seca. Nunca había visto nada igual: un hombre invulnerable. En todo caso, parecía reforzado por el golpe. Finn le miró fijamente y las venas del cuello se le hincharon al levantar la espada.

Eric trató de bloquear la estocada, pero no alzó el brazo a tiempo y la espada de Finn le atravesó el costado. Al sentir el ardor del metal desgarrándole la carne, se contorsionó, con la esperanza de que no hubiera penetrado demasiado. Cuando Finn sacó la hoja, la sangre brotó de la herida y fluyó por el costado de Eric hasta sus raídos pantalones grisáceos.

Los guardias retrocedieron, como para permitir a su superior que acabara con él. Finn arremetió contra Eric, pero este esquivó la estocada final y golpeó con el pie derecho a su contrincante en los tobillos. Finn cayó al suelo y permaneció tirado un instante, ligeramente aturdido.

Eric se inclinó hacia él, agarró la espalda de su camisa y le levantó, estremeciéndose por el dolor del costado. Entonces, le lanzó sobre una zona cubierta de setas y contempló cómo una nube amarillenta le envolvía. Inmediatamente se tapó la nariz, con cuidado de no respirar el polen.

Los dos guardias se cubrieron la boca con las camisas. Finn trató de escapar, pero el polen ya le había atrapado. Tenía los ojos vidriosos y avanzaba a trompicones, con las manos extendidas, palpando a su alrededor en busca de algo que los demás no podían ver. Sonreía y el polvo amarillo le cubría las manos y se amontonaba en su barbilla.

Eric se tocó la herida y miró sus dedos ensangrentados. Se volvió hacia los guardias, situados a unos metros de distancia. Estaban de pie entre los árboles, con las espadas desenvainadas apuntando a su garganta. No podía enfrentarse a ambos, no en aquel momento, herido como estaba.

El cazador miró por encima de su hombro, hacia el Bosque Oscuro. La niebla se había disipado. Las extrañas voces le susurraban y, por primera vez, habría jurado entender sus palabras.

Le llamaban desde la oscuridad, urgiéndole a huir. Arrancó el hacha del árbol, se giró y corrió tan rápido como pudo hacia la densa maleza, en pos de la muchacha.