Ravenna daba vueltas y más vueltas por la habitación del espejo, arrastrando los dedos por las paredes. Sus muñequeras de malla sonaban al rozar la piedra y tenía la piel que rodeaba sus uñas escocida y cubierta de sangre, pero no le importaba. Solo podía pensar en Blancanieves. La muchacha estaba en algún lugar fuera de las murallas del castillo, con el corazón aún latiendo en su pecho. Seguía viva.
Ravenna había perdido su oportunidad. Después de tantos años encerrada en aquella torre, Blancanieves se había escapado. Se preguntaba cómo no se había dado cuenta antes: los labios rojos, la piel blanca e inmaculada, el pelo negro como la noche. Su belleza había estado siempre allí, esperando a ser aprovechada, pero ahora era demasiado tarde.
Alguien golpeó la puerta con suavidad. Esta se abrió y apareció Finn, con el rostro en carne viva allí donde Blancanieves le había herido. Su hermana se dirigió a él furiosa y descargó los puños sobre su pecho.
—¡Juraste protegerme! —gritó, pronunciando cada palabra con miedo—. ¿Es que no entiendes lo que esa muchacha significa para nosotros? Es mi futuro. Es todo para mí.
Apenas podía respirar y sentía que las paredes se desplomaban sobre ella. Sus poderes seguirían siendo vulnerables mientras Blancanieves estuviera libre.
—Ya te lo he dicho —respondió Finn con calma, como si no existiera ningún problema, sosteniendo las manos de su hermana entre las suyas—. La perseguimos hasta el interior del Bosque Oscuro. Seguramente ya estará muerta.
Ravenna sacudió la cabeza. Finn tenía la culpa, ¡su propio hermano! Él había provocado todo aquello. No existía lealtad ni dentro de los muros del castillo. No podía confiar en nadie. Aquella muchacha, tan joven, tan frágil, había escapado ayudándose únicamente de un clavo.
¿Había permitido Finn que se escapara? ¿Se había rendido con demasiada facilidad, sabiendo que su error significaría la libertad de Blancanieves? Había pasado demasiadas mañanas allí arriba, observándola, contemplando su sueño. Lo sabía, pensó Ravenna, apretando las manos de Finn. En lo más profundo de su ser, la ama.
—Allí, perdida, no me sirve para nada —rugió—. Carezco de poder en el Bosque Oscuro. Debo conseguir su corazón —descargó una vez más el puño contra el pecho de su hermano y sintió satisfacción al notar que él se estremecía de miedo. Intentó golpearle de nuevo, pero Finn sujetó su mano.
—¿Acaso no te he entregado todo? —preguntó él y clavó sus ojos grises en ella, como recordándole todas las órdenes que había acatado en el pasado, las personas que había encarcelado y asesinado y todas las muchachas que le había llevado al castillo.
Ravenna retiró la mano.
—¿Y no te he dado yo todo a ti? —susurró, insinuando el vínculo que existía entre ambos—. ¿Todo?
La reina se mostraba firme y poderosa por él. Sin su magia, la oposición habría tomado ya el castillo y ambos estarían muertos.
Permanecieron así un instante, mirándose el uno al otro, hasta que ella alargó la mano y rozó la mejilla de Finn. Deslizó el dedo gordo sobre la herida abierta y, a su paso, se cerró el corte, la sangre desapareció y la piel sanó. Cuando retiró la mano, el rostro de su hermano mostraba el mismo aspecto de siempre. Tenía la piel tersa, sin arrugas, sin cicatriz alguna.
Finn tocó con los dedos el lugar donde había estado la herida.
—No volveré a fallarte —murmuró, inclinando la cabeza—. Te he traído a alguien que conoce bien el Bosque Oscuro. Un hombre que puede cazarla, en caso de que haya sobrevivido.
Por primera vez en toda la tarde, Ravenna sintió cómo se le tranquilizaba el pulso. Miró a Finn, que se mostraba complacido, como si hubiera sabido aquello desde el principio.
—Bien, hermano —dijo la reina y sonrió con expresión malévola. Luego rio con mayor intensidad, imaginando a Blancanieves sola en el bosque. Solo tendrían que encontrarla y en un día estaría de regreso—. Muy bien, Finn —añadió, tomándole del brazo y dirigiéndose hacia la puerta—. Ahora, tráelo a mi presencia…
Eric se acercó a la ventana del salón del trono y contempló los cuervos que había fuera. Estaban encaramados sobre la cornisa de piedra, encorvados, mirando hacia la ladera de la colina. Eran unos pájaros espantosos. Recordaba haberlos visto el día del entierro de Sara. Se habían posado sobre la techumbre de la iglesia, con la cabeza inclinada y observándolo todo. Dos invitados indeseados. Habían permanecido allí durante toda la ceremonia, como la encarnación de la oscuridad, graznando de tanto en tanto. Cuando el párroco regresó al interior del templo, Eric no pudo soportarlo más. Les había lanzado piedras y había maldecido al fallar.
Ahora, años después, estaba en el castillo de la reina, con la camisa empapada en whisky. Tenía los pantalones mugrientos y los bolsillos vacíos y se sentía tan enfadado y triste como entonces. Sara —su hermosa Sara— se había marchado. Golpeó el cristal con la mano para espantar a los cuervos.
Al otro lado de la estancia, dos soldados levantaron las espadas con actitud amenazante. Él se burló de ellos. Le dolía todo el cuerpo de la noche anterior y sentía un intenso pinchazo en la sien derecha cada vez que movía la cabeza. Si se volvía de forma brusca, la estancia comenzaba a girar. Aún tenían que disiparse los efectos del alcohol.
—Y ¿dónde está ella? —preguntó a los dos soldados que guardaban la puerta. Su voz retumbó en el inmenso salón del trono. No recibió ninguna respuesta de aquellos hombres ataviados con armadura negra.
Había estado bebiendo en la taberna de la aldea hasta emborracharse más que cualquier otro día, cuando fue convocado al castillo. Aunque a decir verdad no había tenido elección porque, cuando le empujaron a lomos del caballo, estaba demasiado ebrio para resistirse. «La reina exige tu presencia», le había dicho aquel hombre. Era todo lo que recordaba. Sin embargo, ignoraba la razón por la que se encontraba allí. Últimamente se sentía un completo inútil; había vacas más productivas que él. Si la reina precisaba ayuda, no podía ser la suya. Deslizó los dedos por su pelo grasiento para retirárselo de la cara.
La reina entró en la estancia seguida por un joven, pero Eric apenas lo vio, ya que sus ojos quedaron atrapados por la belleza de aquella mujer. Estaba radiante. Tenía la piel luminosa, las mejillas sonrosadas y unas trenzas apretadas que apartaban el pelo rubio de su rostro. Ravenna abrió la túnica de color negro azabache que llevaba puesta y dejó al descubierto un vestido sin hombreras que realzaba su pecho. La tela metálica aparecía salpicada con dientes de lobo. Clavó sus penetrantes ojos azules en Eric, exigiendo con la mirada que se irguiera. Él obedeció al instante, pues, técnicamente, era su reina. La reina oscura. Nunca la había contemplado tan de cerca.
Ravenna se aproximó a él hasta quedar a solo unos centímetros de distancia. Llevaba una corona de plata con cadenas ornamentales que colgaban a ambos lados de su cabeza. Percibió el hedor de la camisa sudorosa de Eric y arrugó la nariz.
—Mi hermano me ha informado de que sois viudo, un borracho y uno de los pocos que se han aventurado dentro del Bosque Oscuro —dijo señalando al joven con chaqueta de cuero que se encontraba tras ella. Eric se dio cuenta de que era el hombre que le había abordado en la taberna y le había llevado hasta allí—. Uno de mis prisioneros ha escapado en el bosque —continuó.
Eric sacudió la cabeza.
—Entonces, ese hombre está muerto… —dijo.
—Esa mujer —corrigió ella, alzando un dedo enjoyado.
Eric cruzó los brazos sobre el pecho, tratando de calmarse. La habitación parecía moverse.
—Entonces, sin duda está muerta —rectificó.
La reina se inclinó y se aproximó tanto a él que las cadenas de su tocado rozaron el blusón de cuero de Eric. Olía a rosas muertas.
—Encuéntrala y tráemela —ordenó Ravenna.
Él sacudió la cabeza. Había sido cazador años atrás, antes de que Sara muriera, y había rastreado una presa hasta aquel bosque, pero había estado a punto de perder la vida. Incluso con las mejores armas y los mapas más detallados, la mayoría de la gente nunca se adentraba más de quinientos metros entre la arboleda.
—He estado suficientes veces en el Bosque Oscuro para saber que no voy a regresar —dijo y se volvió dispuesto a marcharse, pero la reina agarró su brazo.
—Recibirás una generosa recompensa —susurró.
Eric soltó una carcajada. Como si eso importara.
—Las monedas no sirven para nada si estás muerto y los cuervos te están picoteando los ojos.
Pero la reina no soltó su brazo, sino que aumentó la presión de la mano y clavó las uñas en su piel. Sonrió y se inclinó hacia él hasta que sus labios estuvieron muy cerca de los de Eric. Entonces aseguró:
—Harás lo que yo te ordene, cazador.
Eric contempló la mano de la reina sobre su brazo. Así que no se trataba de una petición, sino de una orden.
—¿Y si me niego? —preguntó.
Ravenna hizo un gesto a los hombres situados junto a la puerta y estos bajaron las lanzas, dirigiendo sus afiladas puntas hacia Eric. Él contempló los relucientes filos y no sintió nada. Ni miedo, ni tristeza. La reina estaba amenazándole de muerte, pero le había juzgado mal. No podía arrebatarle algo que él ya no estimaba.
—Hacedme el favor —se burló Eric, alargando los brazos y cerrando los ojos. El rostro de Sara regresó a su mente. Estaba gritando y una mancha de sangre empapaba su vestido alrededor de donde el intruso la había apuñalado—. Os lo suplico —añadió.
Cuando abrió los ojos, la reina seguía mirándolo.
—¿Así que deseas reunirte con tu amada? —preguntó Ravenna.
Eric retrocedió con paso inseguro, preguntándose cómo sabía ella de la existencia de Sara. ¿Cuál era la magnitud de los poderes de la reina? ¿Le había leído los pensamientos?
La rabia inundó su pecho. Escuchar aquellas palabras —tu amada— de la boca de aquella bruja era demasiado. ¿Qué sabía ella sobre Sara? Agarró a la reina por la garganta. Los brazaletes de Ravenna tintinearon.
—Mi esposa no es asunto de vuestra incumbencia —bramó.
Los soldados se abalanzaron sobre él, pero la reina levantó la mano, ordenándoles retroceder. Tenía los ojos llorosos y el rostro enrojecido por la falta de aire, aunque seguía mirándole con una extraña sonrisa en los labios, como si disfrutara jugando con él. Eric la soltó y deseó alejarse lo máximo posible de ella. Se hizo a un lado, pero la reina se interpuso en su camino, impidiendo su marcha.
—¿La echas de menos? —preguntó casi sin aliento, frotando la zona por donde Eric la había agarrado—. ¿Qué darías por tenerla de nuevo a tu lado?
El cazador no respondió y sintió un gran nudo en la garganta. Las noches en que soñaba con Sara eran las más duras. Veía su rostro, besaba el diminuto lunar de su cuello o hundía la nariz entre su pelo, aspirando aquel agradable aroma a jabón y aceite de gardenia. En aquellos momentos le parecía tan real, más incluso que cuando estaba viva. Entonces se despertaba jadeando, con el rostro hinchado y sudoroso, y el deseo de que ella regresara a su lado.
Eric se limpió los ojos, tratando de evitar la mirada de la reina.
—Seguramente habrás oído hablar de mis poderes —continuó Ravenna—. Tráeme a la chica y yo te devolveré a tu esposa.
—Nada me la devolverá —respondió Eric en voz alta. Había enterrado a Sara en una tumba a las afueras de la aldea, depositando su cuerpo sobre la tierra fría. Él mismo había colocado la lápida.
La reina acercó la mano a la barbilla de Eric y esperó hasta que sus ojos se encontraron. Estaba seria y le miraba con intensidad.
—Yo puedo —afirmó entre dientes—. Créeme, cazador. Una vida por otra.
Había algo en aquella mirada. Los ojos azules grisáceos de Ravenna le atravesaron, como si pudieran contemplar su pasado y su presente —todo el miedo y el dolor que había soportado— o saber lo que más deseaba en el mundo. Ella conocía su vida, su alma, cómo pasaba las mañanas en una oscura taberna, bebiendo para olvidar, y cómo, por mucho que lo intentara, Sara siempre regresaba a sus pensamientos. Se sorprendía a sí mismo hablando con ella, cantando las mismas canciones que ella, y reconocía rasgos suyos en los rostros desconocidos con los que se cruzaba.
¿Qué significaba aquella prisionera —aquella extraña— para él? ¿Qué importaba si el Bosque Oscuro acababa con su vida? Poco a poco, pero con seguridad, Eric dirigió los ojos hacia la reina y asintió con la cabeza. Lo haría. Iría allí, se abriría paso a través de aquel bosque encantado y cazaría a la prisionera.
No tenía nada que perder.